24 de diciembre de 2013

Una manifestación de arte espontánea y natural.


Una manifestación de arte espontánea y natural.
La mañana se planteaba como un recorrido por Les Garrigues, una comarca de Lleida apartada, de secano y de un terreno pobre para la agricultura excepto por el aceite de oliva, el particular y especialmente suave aceite de arbequina, la producción de algunos vinos y poco cava. Los pinos, las encinas y los robles ocupan allí un terreno pedregoso, más que montañoso. Los valles, más bien barrancos profundos, entre peñas, no permiten cultivos más rentables y quizás, o por esa razón, la despoblación de la zona es manifiesta. El día era gris y amenazaba lluvia. El plan incluía una visita a El Vilosell, un pueblo que no creo que tenga más de doscientos vecinos, una buena comida y poco más. Todo ello en agradable compañía.
El paseo por las estrechas y a veces empinadas callejuelas entre  magníficas fachadas de piedra de arquitectura medieval de El Villosell iba a depararnos una sorpresa inesperada, cuando entre dos casas del siglo XVI ó XVII, en un rincón, el color azul de una pared destacaba ya de lejos entre el uniforme color beige amarillento de la roca de arenisca de los edificios, indicándonos que algo diferente se le ofrecía al transeúnte.
Nos acercamos y delante de una pared pintada de un azul añil, sobre un césped más o menos bien cuidado y con un ciprés por toda compañía se alzaba la silueta de un maniquí de medio cuerpo, retocado sabiamente con los mismos tonos de azul que la pared y erguido sobre dos tubos de acero también del mismo color. En su base una masa de granito de una redondez escultóricamente perfecta soportaba el conjunto.
A su lado, un teléfono móvil a la altura de la mano, sugería soledad.

La obra no es que destacara con el lugar donde se erigía, más bien rompía con todo, pero con delicadeza, con tristeza, diría yo, con la suficiente profundidad sensorial como para que se pudiera considerar “arte”.
 Solitaria, esa manifestación del arte más natural, que nace de una mano no profesional, me hizo percibir por un momento la emoción que su autor debió sentir, cuando una vez terminada su obra, se retiró unos metros y supo que todos sus sentidos le decían que aquello era arte. Estoy seguro que disfrutó y disfruta cada vez que ve su obra, de la impresión melancólica, de soledad, que causa su idea, del impacto que te produce, aunque solo sea un instante. Yo sentí ese impacto.

No soy un entendido, pero siempre he considerado así el arte. Es necesario que impresione, que te haga parar un segundo, detenerte y pensar. Sea bueno o malo, para mí, eso es arte y en este caso, al menos arte espontáneo y natural. 

18 de diciembre de 2013


Hacia los confines del mundo. Autor, Harry Thompson. Ed. Salamandra.
Esta novela es la historia de los viajes del Beagle, de Robert FitzRoy, su capitán y de su tripulante más famoso, Charles Darwin. En sus páginas se describe la amistad y el enfrentamiento intelectual de estos dos personajes, al tiempo que se narran la mayor parte de las aventuras del Beagle  durante el mítico viaje que aportó las pruebas para que Darwin desarrollara su teoría sobre la evolución de las especies. De una extensión considerable, sus casi mil páginas se deslizan con facilidad ante nosotros y ofrecen una lectura sin esfuerzo y muy agradable,  sobre todo para todos aquellos que amen la mar, la ciencia, la aventura y los personajes consistentes.  
No quiero hacer, ni hago, ni haré en este blog crítica literaria, solo pretendo hacer una breve descripción inicial para poder explicar a continuación las emociones e impresiones que me provocó su lectura.
Leer “Hacia los confines del mundo” me despertó curiosidad por la capacidad analítica y la mentalidad de Darwin y, fundamentalmente, admiración por la figura del capitán Fitzroy. Admiración, con mayúsculas, al descubrir su manera de entender la responsabilidad, su inteligencia, su fe en sí mismo, su intuición científica, su capacidad para soportar  años viviendo en el Beagle  aislado voluntariamente de su tripulación  e incluso de sus compañeros, los oficiales del barco.  
No está de moda valorar a estos personajes y las virtudes que encarnan, pero yo he sentido (al margen de su ideología) que alguien que antepone la obligación ante sus subordinados y el bien común frente a sus propios deseos, es alguien admirable. Quizás, si socialmente se hubiera valorado más a personas como esta, que han llegado ha derrochar su propio patrimonio, su tiempo y su esfuerzo  para mejorar la vida de los demás, quizás ahora no tendríamos que lamentar el que nuestros gobernantes sean corruptos e ineficaces o que antepongan su propio beneficio al beneficio de los que les hemos elegido.
Desgraciadamente no ha sido así y en nuestro mundo los “Capitán FitzRoy” ya no están de moda. Han sucumbido  frente a politiquillos sin talla y personajillos salidos de los insufribles “realities Shows” que estimulan el egoísmo, la incultura y la irresponsabilidad.
Todo lo que he sentido durante la lectura de este libro puede quedar resumido en uno de los párrafos del final y que para mí representa las impresiones que desde el principio de su lectura me embargaron:
“Pese a todos los cambios que había acarreado el conocimiento, el hombre era, en el fondo, la misma criatura que había sido siempre: perezosa, astuta, desconsiderada y egoísta. Entonces quizás no fuese el hombre el que había cambiado, ni siquiera la sociedad, sino el mismo”.
Lástima que su autor, Harry Thompson muriera prematuramente, podría haber dejado algún otro libro interesante.

11 de diciembre de 2013


Queridos lectores, finalmente y aunque con un pequeño retraso, cuelgo la tercera y última parte de este primer relato, el único de los que he escrito que se puede clasificar como fantástico.  Espero que os guste.
Habrá más.
 
 
Y… NAUFRAGIO EN LUARCA III
 
Unos meses más tarde pasé de nuevo por Luarca, esta vez en coche, y decidí quedarme a dormir allí. Cené en un restaurante junto al mar y después, recordando aquella noche en la que salvé la vida, me acerqué a la taberna del puerto.
Reconocí inmediatamente al camarero, un tipo alto y desgarbado, de ojos enormes, tristones y pelo cano, que se balanceaba cambiando alternativamente el peso de la pierna izquierda a la derecha mientras limpiaba con desgana el mostrador del bar. Enseguida me di cuenta de que ante la escasez de clientes estaba dispuesto a matar el tiempo charlando conmigo, o a que entre los dos vaciáramos la botella que había dejado sobre la barra. Puede que a las dos cosas. Yo tampoco tenía nada mejor que hacer y como él todavía se acordaba de mí y de nuestra conversación con los dos pescadores del verano pasado, le pregunté si continuaban apareciendo luces en la mar.
—La misma noche que usted llegó, —empezó—  hubo un naufragio en la playa de Barayo. No se sabe muy bien lo que pasó, pero al día siguiente apareció entre las rocas un pequeño velero embarrancado. Fue bastante raro, porque ni hubo mensajes de socorro, ni llamadas de radio, ni se encontró a nadie, ni muerto, ni vivo. La balsa salvavidas y los chalecos estaban en sus tambuchos y tampoco han reclamado el barco hasta ahora, que por cierto, es aquel que está sobre caballetes en la explanada, ¿lo ve usted?
En efecto, bajo una farola se veía un velero, al parecer en bastante buen estado. Según me dijo, solo algunos rasponazos y muescas en el costado de babor, junto con algún daño más en la quilla, indicaban que había sufrido algún percance.
—El barco, —siguió el camarero— estaba a nombre de un comerciante de Gijón, soltero y sin familia que ha desaparecido. Se sospecha que se ahogó aquella noche, pero como le he dicho, nunca encontraron el cuerpo.
Los clientes le interrumpieron en un par de ocasiones, pero él siempre se las arreglaba para limpiar casualmente el trozo de la barra frente al que yo estaba sentado y aprovechaba esa circunstancia para retomar su relato, servirse un dedo de ron y tomárselo conmigo. Hubo un momento en que dudé si lo que pretendía era contarme aquella historia o vaciarme los bolsillos poniéndome una copa tras otra.
—Pues el caso es que desde entonces, —continuó en cuanto le dejaron libre—las luces solo se volvieron a ver en contadas ocasiones y, pásmese, habían cambiado  ya no atraían a los barcos hacia las rocas, ni causaban miedo, sino que  avisaban y ayudaban a los marineros cuando estaban en peligro y hasta dicen que se habían vuelto dulces y mucho más brillantes. Después, ya hace meses, desaparecieron definitivamente.
—Y ahora que lo pienso, —me dijo achicando los ojos— quizás usted fuera el primero al que las luces ayudaron.
—Otra cosa ha cambiado —continuó—, antes no se pescaba nada, pero desde que desaparecieron las luces el marisco abunda en la zona, las nasas salen siempre con andaricas, centollos y hasta algún bugre. Y, oiga, se han vuelto a recoger percebes.
A la taberna continuaron llegando los parroquianos. Empezaba a sentirme mareado y pensé que, o me iba ya, o acabaría como el camarero, balanceándome y haciendo eses hasta llegar al hotel, así que  en cuando noté que se me empezaba a trabar la lengua me fui a la cama.
Si hacía meses, en mi primera noche en Luarca, había dormido espléndidamente acunado por las olas, esta segunda vez, un poco alterado por las confidencias del barman,  no conseguí pegar ojo hasta el amanecer a pesar la media botella de ron que me bebí con él y de la comodidad de Villa Argentina, un precioso palacio de indianos rehabilitado como hotel.
Por la mañana, camino de Vivero, en cuanto vi en la carretera la desviación a Barayo no lo dudé y me detuve. El camino estaba impracticable y decidí  bajar a la playa dando un paseo sin prisas. El sol, la soledad, la tranquilidad y el verde del paisaje se habían puesto de acuerdo aquella mañana para que  el sendero que discurría paralelo a los meandros de una ría me pareciera idílico. Frente a mí, una gran duna cubierta de pinos defendía el valle del viento y del mar. Al otro lado de la duna estaba la playa, un arenal gris de kilómetro y medio de largo y, en su extremo, la desembocadura de la mencionada ría.
Aquel día las olas llegaban altas, pero claras y mansas hasta la arena. No había nadie, estaba solo en aquel bellísimo lugar y caminando por la playa,  sentí una sensación de placer y  relajación como pocas veces he sentido en mi vida.
Admiraba el azul intenso del mar, el contraste con la rocas negras, espigadas y verticales, que como dientes de sierra surgían entre la espuma, cuando vi que algo se movía en el pequeño estuario. Me pareció un perro pequeño.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo y se me erizó el pelo de la nuca. No era un perro, era la inconfundible silueta de una nutria que entraba y salía del agua jugueteando al final de la ría, tal y como me habían contado los pescadores.
Me agaché instintivamente para no espantar al animal y entonces, a mi derecha, de entre las crestas de las olas, un alcatraz magnífico salió volando en dirección a la ría. Su vuelo era elegante y ágil. Un planeo perfecto rozando el agua con el extremo de sus alas.
Me quedé allí parado viendo a los dos animales, sintiendo que aquel era un instante perfecto y profundo; poderoso, de esos que pretendes se vuelvan eternos, y apenas me sorprendí cuando vi que el alcatraz se posaba tranquilamente en el agua, cerca del mamífero. Después, me pareció que los dos empezaron a jugar entre las olas que llegaban mansamente a la ría.
Ante un hecho tan insólito quise comprender, al menos a mí manera, la historia que los marineros contaban. Seguramente  no sea cierto, pero yo, prefiero creerla así. Imaginé que el marino del barco que se hundió el día que llegué a Luarca, había vuelto allí, enfermo, para terminar sus días en la playa donde había depositado las cenizas de su amada y ahora, por fin, los dos estaban juntos de nuevo.
Pensé que las luces que se veían antes de que yo llegara, emanaban de las  cenizas de aquella mujer mezcladas con la arena y el agua. Eran como estrellas  que buscaban a su amante. Después, cuando los restos de ambos se reunieron en fondo, la luz de las cenizas, en vez de atraer a los marinos hacia la playa y las rocas, empezaron a ayudarlos a regresar sanos y salvos a sus casas. La nutria y el alcatraz por fin estaban juntos de nuevo.
Es muy probable que unos sucesos tan extraños tengan una explicación más razonable, pero yo preferí creer esta. Ustedes, crean lo que quieran, pero si  alguna vez pasan por Barayo, sean cuidadosos, respeten las marismas, las dunas, los pinares, cuídenlos y disfruten de una playa aún salvaje. Y cuando estén tumbados en la arena, si no ven una nutria o un albatros entre las olas, imagínenselos como yo lo hice. Quizás eso nos ayude a pensar que para vivir, es necesario imaginar historias.
 

4 de diciembre de 2013

Naufragio en Luarca. Parte II.
Con desconfianza al principio, pero cada vez más animados gracias al licor suministrado con presteza por el camarero, los dos pescadores comenzaron a relatar los extraños sucesos que, según ellos, acontecían en la zona oeste de Luarca.
El mayor tendría unos setenta años, la piel de la cara era como un cuero cobrizo arrugado por el sol y la sal. En sus ojillos negros bailaban las chispas que atestiguaban la viveza de su inteligencia y sus manazas callosas y secas aplastaban con su peso un gorro de lana que solo soltaba para llevarse el vaso de ron a los labios.
—Según dicen, —empezó— hace unos meses, un desconocido vino a depositar las cenizas de una mujer a la playa. Al parecer eran las de su mujer y cuentan, que si las trajo aquí, fue porque hasta hacía unos años los dos pasaban con frecuencia los fines de semana en Barayo.
Xuan, el otro pescador, apenas le dejó terminar.
—Esa playa la conocemos todos y en ella se descargaba mucho contrabando hace años, por eso la Guardia Civil patrullaba la zona por las noches y conocían bien a la pareja. Para llegar hasta la arena el camino es muy malo, ¿sabe?, —dijo dirigiéndose a mí—  pero  de una manera u otra ellos conseguían bajar con una camioneta acondicionada hasta una zona de pinos que hay  entre las dunas para pasar el fin de semana, así que los “picoletos”, como les conocía, les dejaban tranquilos.
El más joven hablaba despacio, arrastrando el final de las palabras y sin duda carecía de la inteligencia de su compañero. Movía con tanta lentitud la cabeza que me pareció pesada tanto en kilos como en reflejos y al pelo, cortado casi a cepillo, le seguían las arrugas de una frente estrecha. Sus ojos, sin embargo, también negros, pero grandes y brillantes mostraban  una determinación y seguridad que los movimientos lentos y tranquilos de un corpachón enorme parecían reafirmar.
—Bueno, —continuó el más veterano— esto fue hace tiempo y el caso es que, por lo que cuenta el Sargento de la Benemérita, no se les había vuelto a ver,  hasta que hace unos meses apareció el hombre para traer las cenizas.
 Hizo una pausa para  apurar el ron que le quedaba en el vaso, y mientras el camarero se lo rellenaba de nuevo, continuó.
—Dice que una tarde volvió a ver al hombre, solo, sentado en la playa, junto a la ría, y vio que entre las manos tenía una urna de las que se utiliza para las cenizas después de una incineración. Aunque no sé, —dudó— quizás el sargento se ría de nosotros.
El tal Xuan, viendo que el camarero estaba dispuesto a servir otra ronda gratis, apuró el vaso de un solo trago y lo dejó, casi con descaro sobre la mesa, cerca de la botella. Después miró al viejo y, cogió el relevo en la conversación.
—El caso, señor, es que desde entonces han pasado cosas muy extrañas en Barayo. Yo no he visto nada, pero si puedo, evito pasar por allí, y menos con la lancha.
Los dos pescadores, el viejo más cauteloso,  se alternaron hablando de luces en el mar, de corrientes, de voces que se oían entre las peñas del cabo llamando a los pescadores, de que la pesca había desaparecido…
El nivel los vasos anunciaba el final de la tercera ronda y el camarero se refería a lo que él había oído en el bar, al tiempo que los rellenaba de nuevo.
—Pepe, el del Rafa, contó aquí que en una ocasión, volviendo de colocar las nasas en punta Barayo, vio una lengua de puntitos de luz en el agua, que venía de la ría, envolvía su lancha y la movía hacia la costa. Dice que él no oyó voces, pero que sintió como una corriente de gran fuerza le llevaba hacia la orilla. Y el Rubio—siguió—, un día que estaba como una cuba, también hablaba de unas luces pequeñitas y centelleantes, como una estela que lo guiaban hacia las rocas directamente.
A esas alturas de la noche yo tenía claro que algo pasaba en la zona, pero también que debía de haber una explicación lógica y que mucho de lo que contaban, debía de tener que ver más con la imaginación y con la tendencia de las gentes de la mar a exagerar e inventar, que con la realidad, así que intervine introduciendo una duda razonable.
—Y, esas luces, ¿no podrían ser  la fosforescencia típica de la mar cuando está en calma?, —les comenté un tanto escéptico.
—Puede ser, —dijo el viejo—  sin aventurarse a más.
El otro, menos precavido, se sintió retado.
—Y… ¿Cómo se explica entonces esa atracción que todos sienten y que hace que sus barcos noten una extraña corriente que nunca ha habido?, —pregunto casi desafiante.
—Eso —apuntó el camarero—. Además, todos hablan de voces de mujer, que llaman por su nombre a los pescadores y por si fuera poco, allí, nadie pesca ya nada. Las nasas salen siempre vacías.
Su mirada maliciosa  me hizo pensar que  entre la picardía y el alcohol pretendía estimular las confidencias de los dos marineros.   
—Los bañistas dicen, que en la desembocadura de la ría, se ve con mucha frecuencia una nutria y, aquí nunca ha habido nutrias, y… menos tan cerca del agua salada —continuó.
El más joven lo confirmó con vehemencia.
—Es verdad yo la he visto, y el sargento también, y se niega a patrullar de noche. Asegura que ha visto las luces en el agua y que por allí no va aunque le echen del Cuerpo. Que de día, vale, pero de noche, ni loco.
El coraje con el que el tal Xuan se expresaba debió de haberme hecho callar. No lo hice y comenté que en Galicia había casos muy parecidos y que en realidad se trataba de una estratagema de los contrabandistas para poder meter los fardos de coca sin problemas.
—Aquí casi no hay contrabando ya, hombre —terció casi de mal humor el marinero más joven—. Aquí solo mandan a la guardia civil a patrullar, para que tengan algo que hacer y no se emborrachen el bar.
Su compañero, escamado, se levantó para irse esquivando la charla con una afirmación contraria a todo lo dicho hasta el momento.
—Tonterías, —replico—. Yo, me creo la mitad de la mitad. Tanta luz y tanta voz de mujer me suena a cuento.
Nos fuimos todos con él y en cuanto llegué a mi camarote me arrebujé entre las mantas. Minutos después las olas me acunaban ayudándome a conciliar el sueño.
Dos días más tarde llegué a San Sebastián sin problemas y si bien es cierto que mi escepticismo me impedía creer todo lo que me habían contado, no podía olvidar que a mí, sin que hubiera nadie en el muelle, una luz me había indicado el camino para librarme de las rocas.
Aquel recuerdo me acompañó durante algún tiempo. Después el trabajo y la vida diaria lo colocaron en el cajón del olvido.
Unos meses más tarde, durante un viaje de trabajo…
Continuará.

29 de noviembre de 2013

A la hora de escribir, ya sea el comienzo de una novela, un relato o como en este caso el inicio de un blog, el reto siempre ha sido enfrentarse a una página en blanco. Siempre he dicho que empezar algo es fácil, hacerlo con calidad y de forma original está solo al alcance de muy pocos.
 En mi caso, simplemente empezaré por el principio, con el primer relato que escribí, ya hace años. Una historia que solo pretende entretener.
 Antes de que empecéis a leerla, aclarar que he preferido publicar la historia casi tal y como la redacté en un primer momento, porque me temo que si la reformara y corrigiera desvirtuaría el espíritu de lo que fue, una especie de ópera prima.
 Por otra parte, espero que el fraccionamiento en tres capítulos, al que obliga su extensión, no suponga un inconveniente importante.


 NAUFRAGIO EN LUARCA
Todo empezó en una taberna del puerto de Luarca, cuando agotado y sediento, reparaba los ánimos y el cansancio con una buena jarra de cerveza, tras librarme por los pelos de estrellarme contra las rocas de la bocana.
 En la mesa de al lado, dos pescadores discutían en voz alta.
Al principio no entendía bien de que hablaban, pero algo me decía que aquella charla tenía que ver con el extraño suceso que acababa de ocurrirme salvándome de un naufragio seguro a la entrada del puerto.
 Había llegado hasta Asturias navegando desde Galicia, bordeando la costa en dirección a San Sebastián. No se anunciaba temporal, pero pasado el Cabo Ortegal me sorprendió el mal tiempo. La noche era muy oscura, sopesé la situación y la prudencia, junto con la enorme dificultad para vencer el vendaval que se había desatado, me aconsejaron refugiarme en Luarca.
 La entrada no era fácil y en plena maniobra las fuertes rachas de viento hicieron que el barco se precipitara hacia las rocas que dan paso al puerto.
 No sé porqué, pero me quedé paralizado esperando el impacto. En ese mismo instante, en el espigón, vi como una luz se movía indicándome claramente que siguiera. No lo dudé. Apreté los dientes, aceleré forzando el motor al máximo y pasé rozando las enormes piedras.
 Evité el borde rocoso en el último momento y, al dejarlo atrás, no pude por menos de dar gracias a Dios. Las piernas apenas me tenían en pie y sudaba tanto, que parecía que una tonelada de agua me hubiera caído encima. Cerré los ojos, dejé salir todo el aire de mis pulmones relajando al máximo la tensión acumulada, y me juré a mí mismo que con un viento así nunca más me acercaría a la costa.
 Aliviado, me volví hacia el muelle para agradecer a mi salvador su ayuda, pero extrañamente el espigón estaba desierto.
 Me hubiera gustado gritarle un enorme gracias a quien quiera que fuese el que manejara aquella luz, pero tuve que conformarme con agradecérselo desde mi interior, en silencio. Su gesto nos había salvado a mi barco y a mí de un peligroso naufragio.
 Ya en el muelle por mi cabeza solo pasaba una idea; bajar a tierra y tomarme una copa a la salud de mi benefactor anónimo. Y… Allí empezó mi historia, en aquella oscura taberna del puerto donde me calentaba, por dentro y por fuera, con un buen trago.
 Recuperado del susto, y cuando empezaba a relatar mi aventura al camarero, no pude por menos de escuchar a los dos pescadores que, con más de alcohol de la cuenta en sus venas, se referían a los extraños sucesos que ocurrían en la zona.
 - Xuan, yo no me creo nada de nada. ¡Eso son tonterías! Y puede que ese cuento de las luces solo sirva para que nadie más se atreva a pescar en Punta Barayo.
 - Pues yo te juro por mis hijos, que no he visto luces, pero allí, no vuelvo. – Le contestó el otro.
 - ¿No lo entiendo?, si no viste nada raro, ¿porqué coños no vas a volver?
 - Mira, tú sabes que allí nunca ha habido corrientes y además la mar estaba en calma, pero te juro que sentí que una corriente tan fuerte que tuve que poner el motor a la máxima potencia para vencerla y evitar acabar entre las rocas.
 Aquella conversación que hablaba de luces y peligros atrajo mi atención, y no pude por menos de interrumpir a los dos marineros.
 En cuanto les comenté que a mí, esa noche, me había pasado algo raro, pusieron cara de pocos amigos y callaron de inmediato. Sin duda, pensé, no les gusta hablar con extraños.
 Afortunadamente, intervino el camarero que había visto mi entrada en el puerto, asegurándoles, que por un momento, pensó que no lo contaba. Se ve que él sí tenía ganas de hablar, se sentó con ellos, me invitó a hacer lo propio y trajo cuatro copas más. Eso rebajó la tensión y el calorcillo del alcohol, fue agilizando las lenguas.
 Después de contarles mi aventura, advertí la inquietud en sus miradas, más aún cuando el camarero nos aseguró que él no había visto luz alguna y que tampoco había nadie en el espigón.
 Yo, seguro como estaba de lo que había visto, quedé aún más convencido de que aquello bien podría haber sido uno más de los raros fenómenos que estaban produciéndose en la zona, así que les rogué que me explicaran lo que estaba pasando y, así lo hicieron.
 Continuará…

26 de noviembre de 2013

He decidido iniciar este blog con un homenaje a la tradición oral de
los pueblos de León, con el recuerdo de mi abuelo Juan Antonio, de las
historias bien contadas a la puerta de su casa, de escuchar las tertulias y
las conversaciones de los mayores atraído por lo que escondían las
palabras. De ese placer que sentía derivó el gusto
por la lectura y el cine, herederos directos de los relatos que se
contaban entorno al fuego durante las frías noches del invierno.
Lamentablemente la evolución, que no siempre es la adecuada, ha
terminado con los cuentos de la hoguera y las charlas al anochecer,
cuando  “la fresca” sustituía al calor agobiante del verano invitando
al diálogo.
Crecí, como muchos leoneses de mi edad, con aquellas
veladas estivales, con los chascarrillos de los vecinos, con la voz de
mi abuelo, un maestro de pueblo locuaz y socarrón y con sus cuentos
a la luz de la luna. A ellos les debo el placer de la lectura y mi
admiración por quienes escriben.
No heredé de mi abuelo la facilidad para la oratoria, ni el tono de voz ronco y
sugerente con el que le recuerdo, pero si escribo, es sin duda gracias
a él y a las horas que pasé sentado en el suelo, entre las sillas de
madera de los vecinos, cuando se reunían cada noche bajo las estrellas
en San Cristobal de Entreviñas.