20 de febrero de 2015

La balada de los obenques.

A continuación os transcribo la segunda crónica de la travesía del Atlántico. En este caso se trata de la etapa que realizamos entre Lanzarote y Mindelo en la isla de Sao Vicente del archipiélago de Cabo Verde.

La balada de los obenques.

La segunda etapa de nuestro viaje la hemos empezado en Lanzarote y en ella recorremos las mil millas que separan esta isla canaria del puerto de Mindelo, en el archipiélago de Cabo Verde.

Alex Pasquín, un catalán afincado en Lanzarote, esperaba nuestra llegada en Playa Blanca para ayudarnos a reabastecer el barco y hoy, día de nuestra partida, ha hecho sonar la sirena de su velero para despedirnos mientras nos acompañaba en nuestras primeras millas.

Alex es un tipo especial, uno esos personajes de pantalán que no pasan desapercibidos. Largo, muy largo, delgado, pero fuerte, se mueve con esa languidez de los larguiruchos que raya con la descoordinación. Calvo ya, de piel curtida por el sol y por la mar, aparenta algún año más de los cincuenta y tres que ha cumplido. La mirada limpia, serena, sosegada y azul transmite calma a los que le acompañan y demuestra que no se equivocó hace veintidós años, cuando, como él cuenta, escogió vivir con calidad antes que con dinero o estabilidad laboral. Desde entonces se dedica pasear turistas en su velero y a enseñarles a navegar en las aguas azules del sur de Lanzarote.

Amigo de Urtzi desde hace años, puso a nuestra disposición tanto su tiempo, como su coloreada furgoneta que nos ha servido para reabastecer el barco en estos tres días que hemos estado en Marina Rubicón.

Tras dejar atrás a Alex bordeamos la costa de Fuerteventura y cuando las luces del faro de la península de Jandía nos quedaban por el través he hecho una última llamada a mi familia para despedirme, porque durante los siete días que tardaremos en llegar a Cabo Verde no tendré cobertura para hablar con Marta y con Emma. Las echaré de menos.

Veinticuatro horas después de nuestra partida, al sur de las Canarias, despedíamos el 2014 con una mala noticia. La Estación Radio de Las Palmas emitió un “MAYDAY” por el canal de emergencia informando del hundimiento, en paradero desconocido, de una embarcación. El aviso nos pedía mantener la alerta pues no se sabía el punto exacto del siniestro, pero bien podía coincidir con nuestra ruta.
Con esa perspectiva, y preocupados por la suerte que hubieran podido correr los náufragos, estuvimos toda la mañana en el exterior del catamarán buscando algún signo que pudiera indicarnos el lugar del accidente.

He oído y leído relatos sobre náufragos, incluso tengo un conocido que ha estado en esa situación y todos coinciden en que no hay nada más emocionante que ver la silueta de un barco que se acerca cuando ya te sientes perdido. Pero si eso es alentador, no hay nada tan descorazonador como verlo pasar de largo porque no hay nadie vigilando en el puente para poder verte.

Nosotros nada vimos, pero con la mar tan agitada por el viento y las olas rompientes que en ese momento afectaban a la zona, bien pudimos pasar a menos de cien metros de una persona sin advertir su presencia. Pensar que alguien podía estar en el agua, gritándonos sin que nos diéramos cuenta, me producía una tremenda angustia. Me imaginaba su situación, tan cerca que podría escuchar el viento silbando en nuestra jarcia y nosotros pasando de largo sin verle. Me imaginaba su indignación, su furor, su desesperación y sin embargo no podía dejar de intentar entresacar las notas del estribillo que el viento tocaba para mí silbando entre los cabos. Unos sonidos que me hicieron distraerme con el paso de las horas y pensar, que al no haber más llamadas, los supervivientes ya habrían sido localizados. No volvimos a tener ninguna noticia más.

Es curioso pero cuando el viento sopla entre los quince y los veinte nudos sobre los obenques y la jarcia en tensión, este barco emite un sonido triste, de baja intensidad. Una música de tono ululante y variados matices que parce repetirse con una cadencia determinada. Si supiese tocar algún instrumento me hubiera gustado componer una tonada con sus lamentos, con sus silbidos graves alternados con otros de tono algo más agudo, casi siempre repetidos, relajantes. Para mí, esta canción, que he bautizado como “la balada de los obenques”, es la que anuncia la mano amiga del viento que te empuja y la que te advierte, cuando sus lamentos lúgubres se tornan en aullidos alarmantes y agudos, que el viento está aumentando peligrosamente, que el barco va a empezar a crujir y que la mar se volverá estruendosa anunciando tormenta.

Y justamente eso fue lo que pasó durante la tarde del último día del año. La dirección del viento cambió y su intensidad subió. Un viento caliente procedente del desierto del Sahara y cargado de arena empezó a azotarnos al caer la noche. La altura de las olas fue subiendo y la superficie ya agitada, pero todavía ondulada del mar, perdió su relativa mansedumbre y fue transformándose en una línea quebrada de crestas rompientes y gran envergadura que nos quitó a todos las ganas de celebrar la Nochevieja y el Año Nuevo entrante.

Los movimientos del nuestro catamarán eran tan frenéticos, que Urtzi, a pesar de su maestría con los fogones, de su experiencia marinera y de la fortaleza física que le dan sus casi cien kilos de músculo, solo tuvo ganas de prepararnos una cena a base de tostadas de pan con aceite de oliva y jamón, unos embutidos y una tortilla de patata recalentada. También fue él el encargado de dar las doce campanadas con una cucharilla sobre la botella de cava medio vacía para que tomáramos las doce uvas, marcando así el fin del 2.014 y el principio de un 2.015 muy singular tanto por la cena, como por la compañía, como por el hecho de que serían las 9:30 cuando decidimos festejarlo, previendo que las condiciones meteorológicas empeorarían aún más y no merecía la pena esperar a las doce de la noche.

A las diez ya habíamos terminado con la cena y con los brindis, así que nos fuimos a la cama dejando a Piedad hacer la primera guardia. Todos menos ella empezamos el año durmiendo incómodamente en nuestros camarotes y dando saltos en la cama con cada una de las olas que golpeaban los costados del catamarán. Un principio de año en el que eché de menos a mi familia, a mi costumbre de recibirlo bien arreglado y aseado, con traje, camisa blanca, corbata, serpentinas y cotillón. Un año que empezaba con nostalgia pero con la satisfacción de poder estar haciendo una de las cosas que más me gusta; navegar.

A las doce y media, Piedad me despertó para relevarla. La vi bastante intranquila. El viento y la mar habían empeorado mucho y la silueta negra, enorme y amenazante de las olas dejaban al Temido bamboleándose entre paredes de agua de más de cinco metros. El barco aparecía sobre las crestas y se hundía bajo ellas moviéndose como un corcho arrastrado por un torrente de montaña mientras el viento lo empujaba con furia hacia adelante.

El fuerte vendaval y la mar empeoraron aún más durante mi guardia hasta alcanzar en ocasiones las proporciones de un verdadero temporal. La espuma nos asaltaba por el costado de babor y en la oscuridad de la noche, cegado por lo que yo creí que era niebla, la reducida visión solo me permitía adivinar una superficie blanca y quebrada, con enormes olas negras que nos adelantaban coronadas de espuma.

Así siguió toda la noche. A la mañana siguiente, el uno de enero de dos mil quince, pareció algo más calmado y seguíamos avanzando a buena velocidad hacia nuestro destino. A media mañana nos quedaban unas seiscientas cincuenta millas para llegar a Mindelo y las previsiones nos indicaban que la mejoría sería pasajera, pronosticando mar gruesa durante varios días. César, nuestro capitán, optó muy juiciosamente por variar el rumbo para disminuir así la fuerza de la embestida de las montañas de agua que nos caían encima. Con ello ganaríamos en seguridad y en tranquilidad. Entretanto yo no podía dejar de pensar en que si no habían rescatado a los náufragos del barco siniestrado ya debían haber muerto o estaría en una situación muy grave. Mal empezaba el año 2.015 para algunos.

Esa mañana descubrimos también que la niebla de la noche anterior era en realidad una espesa calima traída por un viento caliente, racheado y traicionero procedente del Sahara. La razón de esta especie de bruma que lo rodeaba todo, no era otra que la enorme cantidad de polvo del desierto que el viento traía consigo, envolviéndonos en una atmósfera pesada, seca y polvorienta y que acabó inundando al catamarán, tiñéndolo con regueros amarillos de arena mezclados con los cristales de sal que la espuma de las olas dejaban al correr sobre la cubierta.

Día tras día la travesía siguió esa misma e invariable tónica, con nuestro barco zarandeado constantemente por la mar y envuelto en una calima que apenas permitía ver el sol y convertía las noches claras de cuarto creciente en horas oscuras y sin estrellas. Alternábamos períodos cortos más o menos tranquilos, por decir algo (las olas nunca eran menores de tres metros y el viento raramente bajaba de los veinticinco nudos), con otros, más largos y casi siempre nocturnos, en los que el viento cargaba con fuerza hasta llegar a los cuarenta nudos y asociados con olas de hasta seis metros de altura y que casi nunca bajaban de los cuatro. Un verdadero temporal que chocaba contra nosotros mezclando el estampido de las rompientes, que se desplomaban sobre la popa del barco, con el impacto directo sobre el costado de babor de las olas que nos embestían transversalmente.

Por la noche los golpes de mar impresionan y el barco sufre y se queja con innumerables y profundos crujidos y ruidos que parecen hacerlo más frágil. De día, todo se hace más llevadero, pero las horas y el esfuerzo acabaron pasando factura a la tripulación. Unos lo manifestaron en forma lumbalgias y dolores musculares por estar constantemente corrigiendo con la musculatura el movimiento del barco, y otros con un mareo permanente, lo suficiente como para que apenas pudieran cumplir con sus guardias completas, eso sí, siempre con ánimo y con buena disposición.

Desde que salimos de Lanzarote no he podido tomar ni una sola posición correcta con el sextante. La calima borra el horizonte verdadero y la visibilidad apenas permite ver la silueta del sol en la parte mas clara del día, así que lo he intentado, pero en estas circunstancias el error en el cálculo de la situación del barco es enorme. Actualmente, gracias a los modernos métodos electrónicos de posicionamiento, podemos seguir la ruta adecuada para llegar a Cabo Verde, pero pienso las dificultades que tenían los antiguos marinos, cuando las tormentas o la niebla les impedían ver los astros necesarios para calcular su situación.

Cuanto miedo, cuanta valentía derrocharon y cuantas vidas y cuantos barcos se perdieron por culpa de la naturaleza agresiva del mar.

Noche tras noche y día tras día el viento y la mar nos han vapuleado seriamente durante esta travesía, pero al final uno se acostumbra a todo y nunca hemos perdido el sentido del humor. Personalmente me encuentro bien y solo hecho de menos no haber pescado nada desde el día de Nochebuena. Desde entonces arrastramos las líneas de pesca sin resultado. Pensé que habría que esperar a que la suerte nos sonriera para volver a comer pescado fresco.

Y así fue. El día cuatro de enero, a media tarde logré pescar un atún listado de unos diez Kg. de peso. Un precioso ejemplar gordo y de lomos muy rojos, aunque un poco insípido comparado con el bonito del norte o el atún rojo.

Recién pescado me puse a desollarlo para intentar ensuciar el barco lo menos posible y me sorprendió lo caliente que estaba su carne (los túnicos son los únicos peces de sangre caliente). Fue una sensación que no me disgustó, quizás no fue agradable en el sentido más propio de la palabra, pero si natural, primitiva diría yo. Fue como recordarme o reencontrarme con un acto atávico que nunca había experimentado, pero que debe de pertenecer al pasado cazador de mi especie. Creo que sentí esa relación de respeto y de admiración íntima entre el cazador y su presa muerta aún caliente. No me sentí ni cruel, ni culpable por estar troceando un ser vivo que aún palpitaba, fue simplemente como recordar algo olvidado.

Lo único a lamentar de este día de pesca es que Urtzi ha acabado también tocado físicamente y tiene una rotura de fibras en el hombro. Menos mal que hoy, cinco de enero, dentro de un par de horas llegaremos ya a Mindelo y allí embarcará otro tripulante con las fuerzas íntegras.

Desde Cabo Verde, tras dos o tres días de descanso para recuperar las fuerzas de los tripulantes, emprenderemos la última y más larga de las etapas de este viaje; 2.150 millas náuticas hasta la isla de Saint Marteen en la Antillas Menores. Queda lo más duro de nuestra aventura.

16 de febrero de 2015

Nochebuena en alta mar


Quiero pedir disculpas a los lectores de este blog por mi retraso, que no abandono, en la publicación de nuevos eventos. Este retraso ha estado causado por la preparación y realización de un viaje-aventura que me ha llevado a cruzar el Océano Atlántico a vela y ello ha supuesto varios meses, que entre la organización de la aventura y el viaje en sí mismo, me han impedido escribir.

No obstante, y para compensar dicho retraso, comienzo hoy a publicar una serie de cuatro crónicas en las que procuro relatar esta aventura esperando que sea del agrado de los lectores.

Comentar también, que estas crónicas, con algunas modificaciones, han salido publicadas en el diarío de León, aunque eso sí aquí las he procurado acompañar de algunas fotos más para que así los lectores puedan entender mejor lo que esta aventura ha supuesto.

Esta primera crónica se titula: Nochebuena en alta mar y dice así:

En la distancia se aprecian ya los farallones oscuros de la isla de Lanzarote que es el primer puerto que tocaremos desde que salimos de Cádiz. Solo nos faltan unas quince millas para terminar esta primera parte del cruce del Océano Atlántico a vela, y atrás quedan ya las aproximadamente seiscientas (unos mil ciento cuarenta kilómetros), entre Cádiz y las Islas Canarias, que hemos cubierto en estos últimos cuatro días y medio.




Durante este primer trayecto, tanto mis tres compañeros de travesía como yo, hemos estado lo bastante ocupados en mantener al barco con una buena velocidad, que el poco tiempo libre que nos quedaba hemos procurado simplemente descansar.



Aún así, cada día he conseguido robarle al sueño unos momentos para ir tomando algunas notas que ahora, antes de llegar a Marina Rubicón, en Lanzarote, tengo que apresurarme en redactar, para enviarlas al Diario de León vía satélite convertidas en una crónica que refleje los hechos más representativos del inicio de nuestro periplo.



La aventura comenzó el 21 de diciembre en El Rompido, provincia de Huelva, cuando el día veinte de diciembre nos reunimos César, el dueño y capitán del catamarán en el que viajamos, Carlos otro capitán que cuenta con la experiencia de haber realizado varios cruces del Atlántico, Piedad, su mujer y yo, para embarcarnos con destino a Cádiz. En el puerto de esta capital andaluza debíamos recalar para instalar un avanzado sistema de localización y seguimiento por satélite antes de salir con dirección a las Islas Canarias. Este sistema permitirá a un grupo de personas de apoyo rastrear nuestro barco durante todo el trayecto e incluso lanzar una señal de socorro en caso de accidente o naufragio. Y es que, a pesar de que nuestro barco es un catamarán a vela de casi quince metros de eslora y ocho metros de manga, ninguna embarcación de estas características puede considerarse completamente segura en un mar tan duro y peligroso como es el Atlántico Norte.



La casualidad y la ausencia de viento nos hizo detenernos, apenas unas horas después de nuestra partida, en Mazagón, en la desembocadura del Odiel, a solo unas millas de Palos de la Frontera, el punto desde el que un mes de agosto de 1492, hace quinientos veintidós años salió Cristobal Colón para descubrir América. Así pues el inicio de este viaje se puede decir que coincide con el del Colón, pero para mí comenzó mucho antes, quizás cuando era un chiquillo leyendo a Julio Verne y a Jack London o quizás más adelante enfrascado en las aventuras que Joseph Conrad narraba en sus novelas. Historias y relatos sobre el mar y los hombres que lo navegan que mi padre, un enamorado de los barcos, se encargó de consolidar transmitiéndome en cada puerto, en cada playa, mostrándome su atracción por la mar.



Hoy, después de cuatro días solos en medio de océano y con la costa ya a la vista, tengo que dominar la querencia “sensiblera” de volver a aquellos años de mi niñez, para enfrentarme al folio en blanco y obligarme a recordar lo acontecido desde nuestra salida, con un objetivo; contarles a ustedes puede todo aquello que pueda parecerles interesante y procurar entretenerles con esta crónica.



No ha sido una travesía fácil, y ya en el trayecto desde Mazagón hasta Cádiz el mar nos dio una muestra de lo que nos aguardaba más adelante, cuando navegando a una velocidad de ocho nudos y medio la niebla se cerró de repente dejándonos con un círculo de visión de escasos cincuenta metros alrededor del catamarán. Afortunadamente no nos cruzamos con ningún otro barco porque en esas circunstancias solo hubiéramos dispuesto de doce segundos para cambiar el rumbo y evitar una colisión.



Cambiar de dirección cuando se navega a vela a esa velocidad no se parece en nada a dar un volantazo en un coche para esquivar un obstáculo. Para hacer una trasluchada (virar) de manera controlada, hay que manejar al menos dos cabos y al mismo tiempo hacer girar al barco moviendo en timón en la dirección oportuna, que no siempre es la más obvia. Completar esa maniobra de manera coordinada precisa la colaboración y sincronización de al menos dos personas y si son tres mejor, con lo que es difícil realizarla en menos de un minuto. Hacerla sin control hubiera supuesto elevar exponencialmente la probabilidad de un abordaje o de graves averías.



Pero no todo es dureza y dificultades en la mar porque tras la niebla un sol resplandeciente nos acompañó hasta el puerto de Cádiz contribuyendo a mitigar el frío que la niebla y las bajas temperaturas (siete grados centígrados y 90% de humedad) nos habían metido en el cuerpo desde nuestra salida en El Rompido.



Durante toda la mañana del lunes, día 22 de diciembre, estuvimos colaborando con los técnicos en la instalación del AIS) y solo a la hora de comer nos enteramos de que, como todos los años, no habíamos tenido suerte con la Lotería de Navidad. Creo que a ninguno nos preocupó porque para nosotros la verdadera lotería ya nos había tocado al hacerse realidad el sueño de realizar esta travesía del océano Atlántico, que comenzaríamos a la mañana siguiente para adentrarnos en la mar durante casi cinco días en solitario hasta Canarias



En un barco de vela durante el día los tripulantes están organizados para llevar a cabo una labor específica, pero durante la noche se establecen turnos de guardia y solo queda despierta una persona que debe encargarse de controlar todo el barco y, en caso de necesidad, despertar al resto de la tripulación para realizarlas maniobras complicadas. A mí me tocó el primer turno de guardia de ese primer día de travesía entre Cádiz y Lanzarote. La noche resultó ser una noche sin luna que rodeó al catamarán sin remedio, de forma casi opresiva.



En una noche así cualquiera tendría la tendencia de encender una linterna para ver mejor y sin embargo, una de las cosas que todo navegante sabe, es que de noche, es mejor no llevar encendidas más que las luces obligatorias de navegación para acostumbrar la vista a la oscuridad. Una vez pasados quince minutos a oscuras la visión se adapta a la escasez de luz y aunque parezca extraño logra verse lo suficiente como para no necesitar ninguna iluminación.



Hacía tiempo que no navegaba de noche y esa primera guardia supuso volver a disfrutar de la impresionante visión del cielo nocturno de alta mar, un mundo de pequeños, pero brillantes puntos de luz. Siempre me ha gustado entretenerme en localizar la Estrella Polar y el resto de cuerpos celestes que los antiguos navegantes conocían para orientarse, y ahora estaba de nuevo observando estrellas de nombres míticos como Rigel, Aldebarán, Capela, Polux… Me sentí tranquilo, relajado y feliz rodeado de la soledad más absoluta, a más de cien kilómetros de cualquier otro ser humano, si exceptuamos a mis compañeros que dormían plácidamente en sus literas.



Una guardia no es nada especial. En nuestro caso son dos horas y media solos, vigilando no perder el rumbo, que el viento no arrecie, que no cambie de dirección, que el estado de la mar no empeore y sobre todo controlar que ningún otro barco se cruce en nuestro camino. Poco más se puede hacer. Si en nuestro rumbo apareciera un tronco, una red de pesca a la deriva o un enorme contenedor perdido, no podríamos verlo en la oscuridad y chocaríamos sin remedio. Así que es mejor no pensar en ello y confiar en que el mar es muy grande y en que la probabilidad de un choque con cualquier obstáculo es pequeña para poder así disfrutar de la soledad, de ese espacio inmenso, oscuro, bañado por las estrellas. Para poder sentir las ausencias.



Esa noche, después de mi guardia y cuando estaba profundamente dormido, me despertó el ruido de los cabrestantes trabajando y las voces del capitán. El viento había refrescado y soplaba el levante con fuerza. Las olas se encrespaban y la espuma nos rodeaba. Sin darme cuenta me vi trabajando a brazo partido y codo con codo con mis compañeros para conseguir dominar una vela tozuda que no quería dejarse gobernar. Nos costó trabajo vencerla, pero finalmente pudimos arriar la cantidad de trapo necesaria y el barco volvió avanzar equilibrado, rápido y seguro sobre unas olas de casi tres metros de altura.



Más relajado me fui de nuevo a dormir pensando que al día siguiente era Nochebuena. Me acordé de mi mujer y de mi hija. Lo hago constantemente. Pienso en ellas y me gustaría que hubieran estado aquí, conmigo, solos los tres y rodeados de belleza, de la seguridad que te dan las estrellas.



El día de Nochebuena discurrió de forma pausada. El catamarán devoraba millas y las olas atlánticas, redondas altas y alargadas nos alcanzaban por la popa elevando al barco primero, para dejarlo resbalar después por una pendiente de cuatro metros de altura en lo que es una especie de tobogán continuo. No dejo de pensar en mi familia.



Al oscurecer Urtzi, un gran cocinero, nos prepara la cena de Nochebuena a base de pan tostado con tomate, aceite y jamón, acompañado de un bonito que acabábamos de pescar y que sustituyó al tradicional besugo. Una botellita de vino y otra de cava alegraron el ánimo y la conversación evitó la morriña.



Esa noche, durante mi guardia, a pesar de estar muy lejos de tierra, en medio del Atlántico, hemos pasado muy cerca de lo que debía de ser un pesquero marroquí y hubo que permanecer alerta, porque alguno de estos pesqueros tiende redes viejas, no para pescar peces, sino para atrapar los veleros que como nosotros bajan hacia el sur para cruzar hasta el Caribe. Afortunadamente no nos ha pasado como a un capitán conocido por nosotros, que tras quedar enganchado con este método en las redes de un pesquero, fue abordado en lo que podría llamarse un acto de piratería encubierta.



El día de Navidad por fin el alisio se levanto fuerte y constante empujándonos rápidamente hacia el sur oeste. Con olas de tres metros y viento de veinte nudos ya estábamos acostumbrados a que el barco empezara a crujir, pero con treinta y treinta y cinco nudos de viento y olas de más de cuatro metros todo parece querer desencajarse. Las cuadernas rugen, las puertas parecen intentar desportillarse y el suelo y todo el barco tiembla bajo los pies con cada envite del mar. Al principio, la inquietud se apodera de uno, aunque poco a poco te vas acostumbrando al nuevo ritmo de vida, a caminar dando tras pies con las piernas abiertas como un compás y a agarrarte a todo para no caer al suelo o lo que sería pero al mar. Sólo el paso del tiempo te hace recuperar la seguridad a pesar de que olas de hasta cinco metro chocan contra los patines del catamarán, haciéndolo estremecer.



Todo el día de Navidad fue así; grandes olas y vientos fuertes que nos hicieron avanzar a una media de casi ocho nudos con puntas de velocidad de más de diez. El aullar del viento en la jarcia lanzándonos con fuerza hacia adelante y la velocidad que alcanza este barco impresionan.



El movimiento constante, los bandazos y las caídas por las pendientes de las olas hacen e1que el nuestro catamarán parezca por momentos una batidora en manos de los elementos. Todo se mueve. Todo a bordo parece adquirir vida propia y lo mismo rueda una botella que se arrastra un vaso o el plato de sopa escapa del control dejando un rastro de fideos por encima de la mesa.



Cae la noche y la oscuridad empeora la impresión haciéndote sentir que estas dentro de una lavadora con la centrifugadora puesta, así que una noche más paso la guardia, pero esta vez con chaleco, radiobaliza de emergencia y sujeto al barco para evitar que los tropezones y bandazos terminen en una caída. Todo se mueve. Solo las estrellas permanecen inmutables. Estamos a más de cuatrocientos km de nuestro destino y a pesar de todo me siento un privilegiado, tranquilo y seguro en un barco que se comporta de forma muy marinera y disfrutando de la libertad que te da la soledad.



Así pasmos el resto del tiempo hasta la madrugada del día 27 de diciembre en la que viento y mar nos dieron una tregua, una especie de bienvenida a Lanzarote que nos saludó con un espléndido día de sol. Por fin el calor del trópico sustituyó al frío del Atlántico. Esperemos que a partir de aquí y en dirección a Cabo Verde, que está a unas mil millas (dos mil kilómetros) de distancia, el tiempo sea más cálido y la brisa nos acompañe. Esa parte del viaje será para el siguiente capítulo de esta crónica