6 de marzo de 2015

Los locos del mar. Cuarta y última crónica de la travesía del Atlántico.

Como todo, esta aventura tuvo su final y este es el último capítulo de la travesía del Atlántico. Fueron treinta y un días de mar más dos días amarrados en Marina Rubicón, Lanzarote y otros dos en el puerto de Mindelo, Cabo Verde. Un mes en el océano que ha sido una experiencia y una aventura inolvidable. Colores que se quedarán grabados en la retina para siempre y momentos anclados en mis neuronas que espero nunca lleguen a perderse en el olvido.

Os dejo sin más con esta crónica, pidiéndole disculpas a los más marineros porque en ellas no se reflejan apenas los aspectos técnicos o de navegación y porque el lenguaje es casi más mesetario que naval, pero quien me encargó estas crónicas fue un periódico de León (el Diario de León)y sus lectores no comprenderían los términos náuticos y probablemente se aburrirían si hubiese entrado en los detalles más propios de las gentes del mar. Por otra parte ese tipo de crónicas o de relatos técnicos son los que más abundan entre la literatura náutica y yo he preferido darle este otro enfoque, más cuidado, más personal y sentimental, buscando algunos aspectos que raramente se reflejan en las lecturas a las que los amantes de mar están acostumbrados.

Con mi perdón para esos lectores a los que la sal les corre por las venas...


Los locos del mar.

Entre los navegantes y los marinos siempre se dijo que en la mar, las calmas son tan malas como las tempestades, y el océano me tenía reservada personalmente una especie de venganza por atreverme a desafiarle. Tenía que demostrarme que es más fuerte, más grande, más poderoso de lo que pensaba y que sus recursos y su capacidad para intentar doblegar la voluntad del ser humano son muchos. Algunos temibles... El Atlántico es como una especie de ser vivo, una entidad con nombre y con voluntad propia que durante semanas había intentado vencernos con vientos y olas y ahora optaba por derrotarme usando una táctica nueva: la falta de viento y la desesperación que ello engendra en los navegantes a vela.

Contra la tempestad, el navegante dispone de su pericia y de su habilidad para dominarla, pero contra las calmas, el ser humano solo ha sido capaz de vencerlas inventando los motores. Aquí, las velas sirven de muy poco y uno siente que la angustia se apodera del espíritu y del alma del marino. El sol es ardiente, el calor se hace pesado, la mar se mueve lentamente y el barco apenas es capaz de arrastrarse a unos miserables dos nudos de velocidad, con suerte. Sólo la certeza o la esperanza de que después de las calmas llegaran, tarde o temprano, los vientos, debía hacer que los antiguos hombres de la mar no enloquecieran desesperados. Ellos han sido siempre para mí "Los Héroes del Atlántico", los que apenas sabiendo donde estaban, sintiéndose en ocasiones perdidos, con pocas provisiones o con poca agua dulce se atrevían a internarse en el mar.
A quinientas setenta y nueve millas de nuestro destino, adivino en mi impaciencia la desesperación que antaño debían suponer estas situaciones para esos pocos atrevidos que osaban cruzar este o cualquier otro océano. La paciencia no es precisamente una de mis virtudes y soy más partidario de la acción que de la sedación, así que para mí, esta es también una prueba de fuego. El último obstáculo antes de vencer al Atlántico.

Afortunadamente, nosotros, al contrario que los primeros navegantes transoceánicos, sabemos donde estamos, tenemos suficiente agua dulce, alimentos, música, lectura, compañía y hasta un teléfono vía satélite que nos permite enviar por SMS a nuestras familias un mensaje avisándoles de que nuestra llegada se irá retrasando. Aún así, la calma se hace espesa entorno al barco y el carácter, al menos el mío, cambia. Solo se puede hacer una cosa: esperar.

Pero las calmas tienen algunas ventajas que hay que saber aprovechar. Bañarse en cubierta, tiempo de sobras para leer, bromas con los compañeros de la tripulación, tomar el sol sin prisa y, de vez en cuando, alguna sorpresa espectacular que ayuda a pasar el día, como cuando la mañana del día 19 de enero nos visitó una ballena juguetona; un ballenato de rorcual que con sus 4 ó 5 metros de largo se empeñó en demostrarnos su agilidad y su curiosidad rondándonos durante más de cuatro horas. Hizo casi de todo para llamar nuestra atención; nos enseño el lomo, nos demostró la fantástica velocidad que es capaz de alcanzar a pesar se su tamaño, su habilidad para surfear las olas, su maestría haciendo piruetas submarinas, su valor al pasar rozando el casco, pero sobre todo su curiosidad por la música.

Primero intentábamos atraer su atención mediante golpeteos rítmicos en el casco del barco, gritos y silbidos. Y lo conseguíamos. No sabía si creerme o no que sus acercamientos, cuando se colocaba a nuestro lado, mirándonos con curiosidad y enseñándonos su blanca barriga, eran una respuesta a nuestros ritmos. Pensé que sería una ilusión mía, así que decidí cambiar de estrategia e inventarme otro medio de comunicación algo más… sofisticado. Se me ocurrió entonces usar el palo hueco y metálico de una fregona como si fuera una trompeta que metía por un extremo en el mar mientras por el otro procuraba hacer sonar algo parecido a una melodía suave y repetitiva. Me acordé de la película “Encuentros en la tercera fase” e improvisé un sonido similar y… aquel ser enorme se llegó a acercar tanto, que casi podía haberlo tocado con el extremo de mi improvisado instrumento.
Fue un momento mágico que me regaló el Atlántico. Un recuerdo imborrable que me hubiera gustado compartir, pero que tendré que conformarme con mostrarlo en el vídeo que mi compañero Vic logró grabar.

Al día siguiente de nuestro encuentro con la ballena, los alisios reaparecieron y con ellos, recuperé la esperanza de llegar, casi en las fechas previstas, a Saint Maarten. Pero solo fue una ilusión que duró el día y medio que conseguimos navegar a una buena velocidad, porque las calmas y las ventolinas regresaron de nuevo y durante varios días volvimos a ver en nuestra corredera velocidades que no llegaban a los dos nudos. En mi desesperación pensé que estábamos viajando con la velocidad a la que pasea una persona mayor y con ello, las millas que nuestro GPS indicaba que faltaban para llegar a nuestro destino, empezaban a hacerse eternas. Y como no iba a ser así, ¡recorrer mil kilómetros caminando a ritmo de paseo!
Las calmas, la soledad, el aislamiento, la monotonía del mar, la lejanía de los seres queridos imponían de nuevo su ley. Todo ello afecta mucho y quizás sea eso lo que sienten algunas personas a los que yo llamo “Los Locos del mar”. Navegando se les escucha a veces por el canal 16 de la radio. Unos hablan solos de forma cansina, sin esperar respuesta, carentes de acento, de vida, como recitando un largo poema sin tono, sin ningún énfasis. Otros silban de forma lastimera y repetitiva y otros solo emiten sonidos ininteligibles, que no son palabras sino lamentos guturales y cadenciosos. Todos; los que hablan, los que silban y los que murmuran tienen la misma característica común, sus letanías son tristes, quejumbrosas y resuenan aburridas, emitidas por las frecuencias de radio en las que los barcos tenemos de la obligación de ir conectados guardando silencio para atender solo las llamadas de emergencia que puedan surgir en la mar. A mí, “Los Locos del mar” siempre me dan mucha lástima, y esta vez no he podido dejar de pensar que las calmas y el tedio están detrás de esa clase de enajenación.
Aunque lentamente, las millas que nos faltan por recorrer van disminuyendo y los dígitos bajan cada vez más. Primero, te fijas en cómo cambian las centenas y con el paso del tiempo empiezas, sin darte cuenta, a prestar atención a las decenas que les siguen porque ya solo llevan por delante un “uno” anunciando que, aunque con casi ocho días de retraso, queda poco para llegar.

Los días de calma han sido días de sol, de tranquilidad, de mares sin oleaje, a veces con la superficie aceitosa, como un espejo. La navegación en estas condiciones no es complicada, sólo es aburridísima y cada uno “mata el tiempo” como puede. La lectura es mi gran aliada y los libros van cayendo en el zurrón de los terminados poco a poco. También solemos jugar una partida de cartas todas las tardes, aprovechando que el barco ha dejado de ser una coctelera y que el viento no le da la vuelta a los naipes. Tomar el sol y, en ocasiones, sentarse o tirarse en cubierta a la sombra de las velas cuando más calor hace, son otros de nuestros pasatiempos favoritos, así que la piel se nos ha puesto cobriza de tanto sol y de tanto aire.
Con el retraso acumulado, a todos nos empezó a preocupar el hecho de que con tantos días de más, las provisiones de agua disminuyeran más de lo calculado y, en prevención de una posible avería en la depuradora de agua, fue necesario restringir el consumo. Eso significa no ducharse con agua dulce y poner todo el cuidado en no desperdiciarla en cosas como lavar la ropa o fregar los cacharros de las comidas. Así que, además de morenos estamos un poco “estropajosos” por culpa de la sal que se acumula en la piel y en el pelo, pero ya estamos cerca del Caribe y todos soñamos con pisar tierra y pasar unos días en esas playas de aguas azules y verdes. Transparentes.

Esa cercanía se nota en que a veces vemos en la pantalla del AIS el eco de algún barco lejano. Solo dos o tres que, ya al final de la travesía, se han cruzado en nuestro camino aún muy lejos de nuestra derrota. Pero algo es algo, porque desde que salimos hasta ahora no habíamos visto ninguno. Por no ver, no hemos visto ni la estela que los aviones dejan en el cielo. Y es que, además de ir alejados de las rutas marítimas, también vamos muy lejos de las rutas aéreas.

Pero todo termina, y con nuestro viaje acaban también los atardeceres del océano, cuando el sol se pone tras una delgada capa de pequeñas nubes en el horizonte, que siempre están ahí, velando ese último momento en que el sol se oculta, tiñendo los pequeños cúmulos con unas tonalidades amarillentas y rojizas que solo en el océano se pueden ver. Estoy seguro de que, cuando vuelva a León, echaré de menos estas magníficas puestas de sol, la llanura del mar, encrespado o no, y los cielos nocturnos, dominados ahora por la Cruz del Sur acompañada por miles de estrellas que llenan la totalidad de la cúpula celeste en la oscuridad. La mar es posiblemente el único lugar de nuestro planeta desde el que se puede ver todo el cielo que es posible ver, cuando desde cenit hasta el horizonte se muestra el infinito que nos rodea, sin ninguna colina, ni montaña, ni árboles, ni ningún otro objeto que lo interrumpa. Sé que en mi casa, dentro de unos días, me acordaré de la soledad y me sobrará el bullicio de las calles, el barullo de las ciudades y la mayoría de los sonidos artificiales del ser humano.
Las señales de que la tierra está cerca fueron creciendo. Pájaros que no son los habituales del los mares abiertos, las señales de radio que se hacen cada vez más frecuentes o alguna botella de plástico que desgraciadamente no solo es signo de civilización, sino de todo lo que la raza humana está suponiendo a la hora de contaminar los mares... Pero todo llega, el océano nos había tratado muy bien, había sido amable con nosotros y había hecho de nuestra travesía algo inolvidable, pero que tenía que terminar y, finalmente, apareció la silueta de algo sólido en el horizonte.

Nos habíamos desafiado para ver quien era el primero en poder gritar el famoso “tierra a la vista”. Una especie de apuesta que ganó Piedi, cumpliendo con la tradición de emitir el emocionante grito la tarde del veinticuatro de enero. Lejos aún, a muchas millas, apareció la línea lisa, apenas sobresaliendo por encima del mar, de una isla recortada en el cielo. No es nuestro destino, sino la isla de Barbuda, que nos queda por el costado de babor. Aún tendremos que rebasar varias islas e islotes más antes de llegar a Saint Maarten, pero nuestro objetivo está cumplido y ya solo nos queda abrazarnos al pisar tierra firme y bebernos unas cervezas brindando por nuestro viaje, por lo vivido durante él.

En ese momento sé que pensaré en Marta, mi mujer, que estrá esperándome en Saint Maarten y en Emma, mi hija con la que por fin podré hablar por teléfono, y pensaré en el mar, o en la mar, en el color del océano, un color azul mucho más intenso y más vivo que el azul marino habitual, y sé que se me saltarán las lágrimas y que me gustará gritar muy alto, para que todo los niños del mundo oigan mi grito: ¡Cuidad el mar! Cuidadlo para que nuestros hijos y los vuestros puedan verlo como yo lo he visto, aún limpio.

2 de marzo de 2015

Tercera crónica del cruce del Atlántico: A mil cien millas de ninguna parte.


Esta es la tercera crónica de la travesía del Atlántico, en ella se refleja la navegación entre Mindelo, en Cabo Verde, y más o menos la mitad del atlántico, con un recorrido de unas mil doscientas millas. La titulé "A mil cien millas de ninguna parte" porque no solo estábamos lejísimos de cualquier otro ser humano, también estábamos entre dos continentes, muy lejos de tierra.

Estamos, más o menos, en la mitad de nuestro último trayecto, el que nos lleva desde las islas de Cabo Verde al Caribe, muy lejos de cualquier tierra, habitada o no, y lejos también de cualquier otro ser humano que no seamos los tripulantes de El Temido. Las condiciones del mar y el fuerte viento nos han hecho bajar hacia el sur más de lo necesario y eso ha alargado la distancia que debemos recorrer para llegar a nuestro destino, porque cuanto más cerca del ecuador viajemos, más largo será el camino a recorrer, así que hoy, cuando llevamos cumplida más o menos la mitad de la distancia total de esta etapa, estamos a unas mil ciento cincuenta millas del Mindelo y a otras tantas de la Isla de Saint Marteen, en las Antillas Menores.

Mindelo, la capital de la isla de Sao Vicente, en Cabo Verde, nos recibió exhibiendo su curiosa mezcla de rasgos africanos y europeos. Es una ciudad alegre que expresa ese carácter con el colorido chillón y variado de las fachadas de sus casas o con la sonrisa y la picardía que asoma en el brillo de los ojos de un chiquillo cuando me explica, con la esponja en la mano, que gana un euro y medio por cada coche que lava en la calle.







La languidez del sur se hace patente en este archipiélago con el contoneo, lento, armonioso y respingón, de las caderas de sus mujeres o con el paso orgulloso, pausado, casi presuntuoso de sus hombres, generalmente fuerte y esbeltos. Cuerpos del sur. Costumbres europeas.

Aquí hemos recogido a Vic, nuestro nuevo tripulante que ha viajado desde Valencia para alcanzar también el sueño de cruzar el Atlántico. Él, al igual que el resto, ha dejado sola a su familia para cumplir una ilusión. Algo más joven que nosotros su fortaleza física nos vendrá muy bien. Además creo que resultará una aportación muy válida para el proyecto por sus conocimientos y su experiencia en navegación y porque ha encajado perfectamente en el grupo.

Y es que, en un barco de vela la convivencia no es fácil. El que no lo haya experimentado puede hacerse una idea imaginándose que, en nuestro caso, cinco personas deben compartir un espacio muy reducido durante, al menos, quince días seguidos, y que Piedi, Urtzi, César y yo, llevamos ya más de un mes en las mismas condiciones. Esto es una especie de “Gran Hermano” sin posibilidad de abandono. Son veinticuatro horas, seguidas de otras tantas y a las que le seguirán muchas más, compartiéndolo todo en unos pocos metros cuadrados. Apenas hay intimidad, son pocas las posibilidades de aislarte y siempre estás con alguien, pero sintiendo el desamparo de la soledad más extrema, de la nada, que supone el enorme desierto que es la superficie del océano.

Al que no le guste estar solo, al que no le agrade la falta de intimidad, el que no sea capaz de tolerar las manías de los demás con humor y controlar las propias con armonía y, especialmente, el que no disfrute con la soledad aún más absoluta de las guardias, nunca debe meterse en una aventura como esta.
Si por el contrario sabes estar solo, y acompañado, tienes imaginación para solventar mil y un problemas con pocos medios, amas la libertad compartida con unos pocos locos que tienen tu mismo sueño y te gusta sentir el viento en la cara y descubrir tantas estrellas como jamás has pensado que podrían existir, entonces la navegación es lo tuyo y la mar se colará en tu corazón para no abandonarte nunca.


Vic, es de esos, tiene también sal en las venas, es otro enamorado más del mar y seguro que sabe perfectamente que aquí, todos somos uno, que todos pueden depender de ti, de tu habilidad, de tu serenidad, de tus decisiones y de tu ayuda. Algo que para Urtzi se traduce en una frase muy simple; “tenemos que cuidarnos los unos a los otros. ¿Quién iba a hacerlo sino?”

La salida de Mindelo fue muy complicada, de hecho fuimos el único barco salió del puerto ese día. Las previsiones meteorológicas eran que el viento iba a soplar con más de treinta nudos de velocidad (unos sesenta kilómetros por hora) y que las olas pasarían de los cuatro metros de altura, pero sabíamos que en el canal entre las islas de Sao Vicente y Sao Antonio el viento suele acelerarse y su intensidad sería algo superior empeorando también el estado de la mar. Nos equivocamos. Las rachas de viento real no solo se aceleraron, sino que se dispararon llegando casi a la categoría de huracán con velocidades de hasta cincuenta y cinco nudos, más de cien kilómetros por hora, que empujaron al catamarán hasta alcanzar una velocidad de doce nudos con la vela reducida a un pañuelo en la proa. Por algo dicen los navegantes que Cabo Verde es “la fábrica del viento”

El peligro no solo estaba en el canal entre las islas. Estaba también en la maniobra de salida del pantalán, que con el fortísimo viento se hacía muy complicada, tanto es así, que el único barco que pretendía cruzar el Atlántico desde Mindelo al tiempo que nosotros, un catamarán francés del casi veinte metros de eslora, decidió suspender su partida. Afortunadamente la salida del puerto que hizo César fue perfecta y en ningún momento tuvimos apuro alguno.

Otra cosa fue después el recorrido entre las dos islas. Yo nunca había sentido la fuerza de un viento así. Las rachas eran tan potentes que aunque no hubiéramos llevado vela alguna el barco habría conseguido navegar a más velocidad de la que la mayoría de los monocascos pueden alcanzar. La superficie del mar era pura espuma y las olas se colaban entre los patines del catamarán golpeando con una fuerza inusitada la panza del barco. Y no eran unas olas cualquiera. Eran montañas de agua las que se abalanzaban sobre nosotros elevándonos sobre sus crestas y haciéndonos descender “surfeando” sus lomos aumentando la impresión de velocidad.

A nuestro favor, teníamos varias cosas. Por un lado, que el viento y la mar llevaban nuestra misma dirección. Por otro, que el barco es muy estable y aguanta perfectamente esas condiciones, aunque fuera preciso timonearlo a mano porque el piloto automático no tenía fuerza suficiente para gobernarlo solo, así que la experiencia me pareció soberbia. Adrenalina pura.

En cuanto se pudo nos resguardamos del temporal colocándonos al socaire de la isla de Sao Antonio y a partir de ese momento el resto del día transcurrió de forma algo más relajada y los vientos fueron amainando, pese a que las rachas seguían siendo “atemporaladas”.

Desde entonces y durante la semana que hemos tardado en recorrer la mitad del camino entre Cabo Verde y la isla de Saint Marteen, la tónica de navegación ha sido constante y monótona. Los vientos alisios nos han empujado con firmeza, soplando casi siempre entre los veinte y los veinticinco nudos en nuestra misma dirección de forma muy estable, de manera que aunque al principio tuvimos que desviarnos más de la cuenta hacia el sur por la intensidad del temporal, después, en cuanto la fuerza del viento y las direcciones de las olas nos lo ha ido permitiendo, hemos podido retomar el rumbo más adecuado. Solo el primer día y ocasionalmente alguna noche la intensidad aumentó sobrepasando puntualmente los cuarenta nudos que marcan la categoría de temporal. Pero aunque parezca mentira, uno termina por amoldarse a casi todo y lo que antes era temor a vientos con esa fuerza, ahora, no es que sea costumbre, pero uno va adaptándose y no lo siente como un peligro, sino como una circunstancia más de la navegación atlántica.

La constancia en la intensidad y en la dirección de los alisios consiguieron que entre los tripulantes de El Temido, poco a poco, se fuese instalando la rutina de la navegación oceánica que ya habíamos ido adquiriendo en los trayectos previos de Cádiz a Canarias y de Lanzarote a Mindelo. Es una cierta repetición de conductas y hábitos que llegan a hacerse aburridas y que menciono para que los lectores puedan tener con ello una idea de lo que es el día a día de una travesía atlántica.

Solemos levantarnos sobre las ocho y media de la mañana para desayunar todos juntos. Normalmente, el que termina la última guardia de la noche prepara el desayuno y misteriosamente vamos apareciendo todos en cuanto el aroma del café recién hecho inunda nuestro reducido espacio. En tormo a la mesa aprovechamos para comentar las noticias que nos han llegado por el teléfono satelital, especialmente los mensajes de nuestros familiares y los de nuestros “routiers”, Germán A. Hevia y Ángel (Kaia), que nos informan de las condiciones meteorológicas que encontraremos durante las próximas veinticuatro horas. Es el momento para reseñar también las incidencias de la guardia de cada uno, que normalmente son pocas.

El desayuno suele ser fuerte y al terminar se suele aprovechar para mejorar la orientación y la superficie de las velas con respecto al viento, aunque la mayoría de los días los cambios son mínimos. Después se calcula la distancia que hemos recorrido durante el último día que suele ser de entre 150 y 160 millas y a alguno de nosotros le toca recoger la cosecha de peces voladores que caído durante la noche en la cubierta, porque, para los que no lo sepan, estos peces pueden planear más de doscientos metros volando en ocasiones a 4 ó 5 metros de altura, con lo que es habitual que se equivoquen y acaben estrellándose sobre los barcos. Normalmente, cada mañana, recogemos una media docena, que en caso de emergencia bastarían para alimentarnos, de no ser porque tienen un olor tan fuerte que no me los comería ni estando muerto de hambre.

En cuanto todo esta limpio y recogido y el barco en condiciones de navegar de acuerdo con la meteorología reinante, todos tenemos tiempo libre que cada uno reorganiza a su manera. Los más dormilones suelen echarse “la siesta del borrego”, otros, ahora que durante el día la temperatura ha mejorado, aprovechan para tomar el aire y el sol si lo hay o simplemente consumir las horas mirando al mar, algo que nuca cansa. Yo, suelo dedicar la mañana para determinar la posición del barco con el sextante y los pertinentes cálculos astronómicos, que claro, ahora se hacen con un ordenador y no como se hacían antiguamente, con complicados cálculos matemáticos de trigonometría esférica.

El resto de la mañana, la mayor parte de la tripulación, aprovechamos el tiempo para dedicarnos a la lectura, de forma que a veces, el silencio se impone sobre el rugido de las olas y el barco parece una biblioteca flotante.

Así, casi sin darnos cuenta, estamos pensando en la comida, antes de que los fogones, sabiamente manejados por Urtzi, empiecen a desprender su aroma. Él es un maestro capaz de preparar una buena comida con un poco de esto que sobró ayer y un poco de lo otro que encuentra por la nevera. Hoy toca dorado al horno. Ayer hubo suerte y pescamos dos precisos ejemplares que nos han proporcionado varios kilogramos de pescado fresco y no necesitaremos volver a intentar pescar otra vez hasta dentro de tres ó cuatro días.

Tras la comida se impone una siesta para la mayoría, si las condiciones del mar lo permiten, aunque siempre quedamos uno o dos para vigilar el barco. Es el momento que yo utilizo para hacer una segunda determinación de la posición del barco en la carta náutica midiendo la altura del sol sobre el horizonte con el sextante.

Las tardes son cortas y la noche llega enseguida, a veces tras una partida de cartas o una nueva sesión de lectura. Cuando oscurece, esas primeras horas sin luz son las peores del día porque de repente pierdes la referencias del horizonte y el barco continúa moviéndose como un corcho en un torbellino, así que hay que tener cuidado con lo que haces hasta el momento de cenar para no marearte.

Durante la cena, que suele ser ligera, nueva charla y después solemos pasar unos minutos en la popa viendo el cielo y las estrellas, escuchando el estruendo de las olas, que no han bajado de los dos metros en toda la travesía y refrescándonos un poco al aire libre antes de dormir. A la cama nos vamos pronto porque la primera guardia empieza a las diez de la noche.

Esta es nuestra rutina durante días y días, algo que pudiera parecer aburrido, pero que sin embargo no lo es porque cada día hay novedades que evitan la monotonía. Hoy, por ejemplo, nos ha empezado a fallar el piloto automático y hemos estado toda la tarde pendientes de buscar una solución para poder llagar a nuestro destino sin la necesidad de timonear a mano durante el tiempo de navegación que nos queda. Afortunadamente hemos podido cambiar la configuración electrónica del aparato y de momento sigue adelante evitándonos lo que sería un pesado trabajo. A partir de ahora tendremos que estar muy pendiente de su funcionamiento y las guardias serán algo más tensas.

Sin darnos mucha cuenta, aunque el barco sigue moviéndose como una coctelera en manos de un buen “barman”, los días van pasando y ya hemos empezado a descontar millas para llegar al Caribe y poder volver a casa, algo que ya todos deseamos porque el espíritu de aventura ha ido viéndose reemplazado por el recuerdo y la añoranza y es que llevamos ya más un mes en la mar y esto empieza a pesarnos, al menos a mí.

Nos queda menos.