17 de mayo de 2016

Salot Yaty, el tercer personaje de la novela.




En esta nueva entrega os presento al tercer personaje de la trama, Salot Yatay. Desgarrador, desgarrado, atormentado, fiel, impasible y tierno, curioso y solitario. Es un personaje que huye, que busca la paz y encuentra violencia. Sin personas como él no existirían ni las novelas ni las películas.



CAPÍTULO IV
Angkor Wat. Camboya. Vientres agradecidos

«Ni uno solo de los principios morales
que custodian el corazón de los hombres
me era accesible.»
El extranjero, ALBERT CAMUS

«Hoy ha muerto mamá, o quizá fue ayer. No lo sé.»
El extranjero, ALBERT CAMUS

«Algunos individuos actúan dentro del sistema,
de sus reglas, sin reflexionar sobre sus actos.
No se preocupan por sus consecuencias,
sino por el cumplimiento de las órdenes.»
Eichmann en Jerusalén, HANNAH ARENDT


Saloth Yatay, sentado en el extremo del largo y ancho puente que llega hasta la entrada principal de Angkor Wat, observaba el relieve de las cúpulas del templo sobre el cielo gris de aquella mañana. Durante años había deseado conocer esta magnífica ciudad de piedra construida por sus antepasados en pleno apogeo de un imperio que admiraba, como casi todos los camboyanos y por fin, ahora, la tenía delante.
Él, que siempre había vivido en una aldea rodeada por la selva donde el campo de visión era limitado, asistía atónito al impresionante espectáculo que suponía asomarse al enorme claro que se abría en la llanura arbolada, presentando ante sus ojos, como en una pantalla, la inabarcable visión de la que en su día fue capital camboyana, el enorme foso que protegía la antigua ciudad de piedra y la selva que lo envolvía todo.
Había decidido conocer la cuna de su civilización antes de abandonar el pequeño núcleo comunista de Kang Nang donde vivía. De eso hacía meses, muchos, y ahora que se hallaba ante aquel majestuoso escenario, su orgullo de camboyano le recordó que sólo estaba allí de paso, que tenía una misión que cumplir, un trabajo que hacer y que no podía arriesgarse a que le descubrieran, aunque la orden que había recibido y prometido cumplir probablemente careciera ya de sentido.
«Al menos mi deseo de conocer Angkor Wat se está realizando», pensó y comenzó a caminar por el puente de acceso al templo.
Había decidido detenerse allí un par de días, después, cuando hubiera terminado el encargo de su superior, volvería; deseaba conocer bien la ciudad de sus antepasados, pasar más tiempo recorriéndola, pero sobre todo quería estar allí solo, de noche, sin aglomeraciones, cuando pudiera admirarla con tranquilidad y entonces ya no le importaría que le descubrieran.
Aquella mañana se notaba incómodo. A pesar de ser temprano, cientos de personas deambulaban de aquí para allá, y él, que no estaba acostumbrado a las multitudes, al verse rodeado por tanta gente, se sintió un poco aturdido por aquella masa sin orden que abarrotaba las cercanías del templo. Le pareció encontrarse ante un desconcertante enjambre de atolondrados zánganos que confluyera, caóticamente, hacia las ruinas.
Sólo recordaba un ajetreo parecido cuando huyó de su pueblo ante el imparable avance de los blindados del ejército de Camboya, que arrasaban la selva trazando senderos en los campos minados para despejar el camino de las tropas. Aquel día había visto como centenares de soldados caminaban tras los tanques en fila, de forma más o menos ordenada dentro del caos que supuso el asalto para conquistar su objetivo: un campamento de los Jemeres Rojos defendido por los pocos guerrilleros que aún no habían muerto o desertado. La mañana de la invasión él no llegó a participar en el combate; le habían ordenado huir para cumplir su misión, así que ni vio, ni se enteró de lo ocurrido durante la batalla, pero sabía a ciencia cierta, y ya desde hacía tiempo, que aquella batalla y la guerra estaban perdidas de antemano.
Tras la huida de Kang Nang, Saloth Yatay se mantuvo oculto en las regiones selváticas de Sangkha y Anlong Veng, en el norte fronterizo entre Tailandia y Camboya, hasta sentirse seguro. Después, de forma casi mecánica, como si algo en su interior le empujara hacia su destino, se había dirigido hacia el oeste viajando siempre cerca de la frontera con Tailandia, sin alejarse de la selva si podía y evitando entrar en pueblos grandes. En todo este tiempo sólo había visto asiáticos: unos camboyanos, otros de origen chino o tailandés, pero nunca blancos y él, que por primera vez se encontraba con turistas, sintió cierto desprecio, casi odio ante aquella aglomeración irreverente.

Saloth caminó hacia el templo sin destacar demasiado entre los visitantes. Cubría su cabeza con un sombrero camboyano de paja bajo el que asomaba su pelo negro y liso. Sus ojos oscuros y pequeños tenían una mirada muy profunda y penetrante cuando se fijaba en algo, pero no proporcionaban viveza a un rostro en el que las primeras arrugas indicaban que estaba cerca de la cuarentena. Era bajo y muy delgado, por el hambre, pero también por el trabajo duro y por la genética asiática. Sin embargo, a pesar de su delgadez, no era un hombre endeble. Al contrario, su aspecto era menudo pero fibroso, y si hubiera que asociarle un color a su carácter, no había duda: su color era el gris, como sus ropas, como la piedra granítica de los templos camboyanos.
El paseo por Angkor Wat le hizo pensar en el imperio que había sido su país. El Imperio jemer. Si la revolución hubiera triunfado, ahora serían un país poderoso y los bajorrelieves representando Apsarás1 cinceladas en la roca no le recordarían el esplendor pasado. Las imágenes de bailarinas con caras dulces, frentes despejadas y pechos jóvenes, redondeados, turgentes que destacaban en sus torsos desnudos solo le recordarían a Winka, su antigua amante. No se lamentaba por haber sido derrotado; hablaba consigo mismo con cierta arrogancia pero sin emoción, mientras contemplaba los bajorrelieves que mostraban numerosas escenas de guerra, con soldados camboyanos fuertes y poderosos. Columnas de combatientes armados con lanzas marchaban hacia la batalla con sonrisas casi sádicas. Arqueros subidos en elefantes enjaezados para la lucha. Carros tirados por caballos. Ejércitos triunfantes, murales de guerra que le hablaban del poder de un imperio. Hombres peleando, atacando con sus lanzas, blandiendo sus cuchillos, defendiéndose con sus escudos, con las piernas muy abiertas, estables, anclados a la piedra de la que formaban parte. Guerreros luchando cuerpo a cuerpo, agarrándose, gritando. Matando. Muriendo. Venciendo.
La piedra tallada escenificaba el poder de la etnia jemer, su etnia, que aplastaba literalmente a sus enemigos muertos. Muertos que tupían en ocasiones el suelo sobre el que marchaban las tropas escoltando al emperador. Enemigos masacrados, utilizados como alfombra.
Continuó paseando, recorriendo el templo despacio. Se sentía satisfecho de ser un descendiente de aquel pueblo. Los jemeres eran así, se dijo, también sus maestros lo pensaban a pesar de que en la educación maoísta cualquier imperio era asociado a la explotación y por lo tanto despreciable. Incluso para ellos, los guerreros del antiguo imperio eran un ejemplo a seguir y los consejeros de la revolución, el Angkar, les habían enseñado que era necesario luchar, matar, dominar primero para ser un pueblo libre y poder transformar Camboya después.
Volvió a sentir el orgullo de pertenecer a una raza de conquistadores, de soldados. Un orgullo que no tardó en verse vencido de nuevo por el escepticismo y la apatía. Suspiró; tanta lucha no había servido de nada. Habían perdido la guerra, una guerra que duró veinticinco años, y Camboya era otra vez un país lleno de pobres, subdesarrollado, oprimido por el imperialismo occidental y sin esperanza. Se preguntó si la causa de la guerra y de la derrota de los Jemeres Rojos no habría sido la propia doctrina de dominación violenta del país que Pol Pot1 llevó a cabo durante años. Quizá, se contestó, indolente.
Se dio cuenta de que nunca le había importado todo aquello: ni que le pusieran de nombre Saloth en honor de Pol Pot, ni la revolución, ni el temido Angkar, ni los muertos ni muchas otras cosas, aunque tampoco le había incomodado.

Cuando llegó la hora de cerrar el templo a los visitantes, Saloth Yatay ya había salido. Se adentró en la espesura de las selvas que circundaban el yacimiento arqueológico y no tardó en encontrar su pequeño campamento, lejos de las miradas de curiosos y autoridades. Encendió una pequeña hoguera y se preparó su cuenco de arroz.
Los ruidos de la selva, el grillar de las cigarras y el rumor del viento entre los árboles tan habituales para él le daban una impresión de seguridad que agradecía. La civilización, las ciudades, los pueblos con sus ruidos y las multitudes no eran de su agrado. Habría preferido internarse en la selva y perderse para siempre, pero por alguna razón de forma instintiva, casi maquinal, continuaba viajando hacia Véal Renh, en Sihanoukville, para cumplir lo prometido. No tenía otra cosa que hacer. No tenía prisa por llegar. Trabajaría de vez en cuando en los arrozales o en lo que fuera para poder subsistir hasta llegar a su destino.
No había nada que le impidiera abandonar su promesa. La verdad era que no sabía por qué seguía adelante y, ahora que la guerra había terminado, podría desaparecer, perderse...
«Qué más me da», pensó. Detuvo su mente. Un torbellino parecía querer engullir su lógica; no le gustó y decidió cortar por lo sano.
Levantó la cabeza y apartó la vista de las llamas de la hoguera. La selva, su selva, le rodeaba y se sentía protegido por ella. Estaba solo, como siempre. La calma volvió de nuevo a su mente, la oscuridad y la vegetación le hacían sentirse mejor y pensó que quizás el tumulto, el gentío de las ruinas de Angkor Wat le habían alterado. Después una idea se abrió paso con claridad, como al amparo de la seguridad que le ofrecía de nuevo la lentitud de su apatía.
«Era un campesino y un militar. Los campesinos no pensaban: cuando llovía, sembraban y cuando hacía sol, recogían sus cultivos. Y como militar, uno no reflexionaba, se limitaba a cumplir órdenes. Aquélla había sido su vida desde que tenía recuerdos. Así que… Sí, cumpliría las órdenes que le habían dado.»

4 de mayo de 2016

Os presento alsegundo personaje importante de la novela: Channa.

CAPÍTULO II
Channa

«Alabanza y culpa, ganancia y pérdida,
placer y penas vienen y van igual que el viento.
Para ser feliz permanece como un árbol gigante
en medio de todo esto.»
SIDDHARTHA GAUTAMA (BUDA)

«Si pudiéramos ver el milagro
de una sola flor,
nuestra vida entera cambiaría.»
SIDDHARTHA GAUTAMA (BUDA)



Channa Moc se deslizó descalza por la escalera de mano que permitía salvar los casi dos metros de altura que había entre el piso de su palafito y el suelo.
Se había levantado más temprano que otros días y aún faltaba más de media hora para el amanecer. Normalmente, cuando los primeros rayos de sol despertaban al resto de la familia, ella ya tenía listo el fuego y había comenzado a preparar el desayuno, pero hoy, para poder ir al mercado, había necesitado madrugar un poco más de lo normal.
Su marido Son Moc, unos años mayor que ella, se despertó también. No era perezoso, ningún camboyano que se precie lo es, pero como no tenían luz eléctrica no valía la pena levantarse hasta que se pudiera ver y comenzar el día, así que se quedó descansando un rato más. El pequeño Hun, su hijo, dormía desnudo a su lado, encima de una manta.
Channa encendió el fuego. La incipiente luz anaranjada dibujó un círculo luminoso alrededor de la hoguera y perfiló, en el suelo de tierra apisonada, los tres pequeños y desgastados bloques de hormigón que constituían su cocina y la leña preparada para alimentar las llamas. Escogió primero unos trozos secos de caña de bambú y los echó al fuego. La luz no tardó en aumentar y pudo recoger de su cuerda la ropa que la tarde anterior había remendado y lavado: una camiseta gris de Hun y un pantaloncito de deporte casi blanco que el niño llevaría a la ciudad.
A Channa le brotó una sonrisa muy alegre al acordarse de la cara que puso su hijo cuando le dijeron que, por primera vez, bajaría a Sihanoukville.
El chico, con seis años, sólo conocía los alrededores de su casa, el camino que llevaba a la carretera y Véal Renh, el pueblo de al lado. Así que la sorpresa que le causó la explicación de sus padres sobre cómo era la capital hizo que se le iluminaran los ojos y que abriera la boca en un gesto de asombro que ahora su madre rememoraba.
Comenzaba a clarear y Channa se sentó a meditar un momento, tal y como hacía desde que recordaba. Había descansado bien. Cerró los ojos y notó sus músculos ágiles y fuertes, relajados. Percibió la frescura de la piel de su cara y el aire limpio que respiraba. Después dejó la mente en blanco y se concentró en no desear nada. Era su particular saludo a la vida de cada día, un momento de meditación y de relajación, de recordar los preceptos de su religión, que le producía un estado de bienestar que disfrutaba con calma.
Cuando terminó su ritual con una pequeña plegaria, Son Moc ya estaba también calentándose junto al fuego.
Todo el entorno despertaba y con el aumento de la luz y de la actividad iban apareciendo poco a poco los ruidos del campo, de la carretera cercana, los sonidos de cacerolas en las viviendas vecinas, el crepitar del fuego, el canto de las aves y el cloqueo de las gallinas que buscaban algo que comer por los alrededores. Una sinfonía con la que, cada mañana, les obsequiaba la naturaleza. No hablaron; ambos eran parcos en palabras, silenciosos, y tras muchos años conviviendo juntos se entendían bien sin decirse nada.
Los bostezos de Son Moc indicaban que había descansado bien.
Ahora fue él quien se sentó directamente sobre la tierra apisonada del suelo en un rincón apenas iluminado por el fuego para hacer también su ritual de meditación diaria. Al igual que Channa, se relajó, cerró los ojos y se concentró primero en las sensaciones de su cuerpo. No sintió nada especial, lo mismo de siempre; calma, tranquilidad, equilibrio… Después agradeció a Buda la suerte del día anterior; no era frecuente pescar tres tortugas en su charca. Le pareció un buen presagio y, además, su venta les permitiría comprar carne, algo de ropa y con suerte ahorrar para una red nueva.
Cuando volvió a abrir los ojos, la claridad se reflejaba ya en la superficie del agua del pequeño lago. La charca, de forma casi circular, tendría unos veinte metros de diámetro y estaba separada de los arrozales del fondo por una frondosa arboleda. Tanto Son Moc como sus vecinos se consideraban afortunados al tener la laguna a unos metros de su choza porque, sobre todo ahora que había empezado el monzón de verano, estaba bastante llena de agua y la pesca era abundante. Más adelante, cuando la falta de precipitaciones se apoderara de la región, terminaría casi seca y ellos se quedarían sin pescado.
Los peces eran importantes para ellos por dos motivos; porque junto al arroz, las verduras y algunos huevos constituían la dieta básica de su familia y de casi todos los camboyanos, y porque los peces se alimentaban con las larvas de los mosquitos del agua, cortando así la cadena de transmisión de la malaria. Gracias a eso, ni su familia, ni sus vecinos habían padecido la peligrosa enfermedad.
A estas horas de la mañana, el agua de color marrón reflejaba la luz y los bordes fangosos contrastaban con el reflejo dorado de la superficie. Éste era el momento del día que más le gustaba a Son Moc. No hacía aún calor y los sonidos y los colores del amanecer le daban fuerzas.
Alguna vez pensaba en lo que se sentiría al vivir en una casa donde no se pudiera ver el amanecer. Channa y él habían hablado de esto. Sabían de las comodidades y ventajas de tener una, como algunos de sus vecinos, pero se conformaban con su pequeña choza. Estaban delgados, pero no pasaban hambre porque su trabajo en el arrozal les proporcionaba suficiente grano para todo el año y algo de dinero para sus necesidades más básicas. La charca les daba peces y con el cultivo de algunas verduras completaban su alimentación. Tenían un caño para bombear agua fresca y limpia, un techo de palma bajo el que resguardarse y un suelo de madera sobre el que dormir. Eran jóvenes y ahora iban a tener su segundo hijo.
El pequeño Hun, su primogénito, bajó desnudo los travesaños de la escalera con agilidad. Los tres desayunaron arroz, como siempre. Después Channa subió a la cabaña y ordenó un poco sus cosas mientras el chico se dedicaba a corretear con los hijos de sus vecinos. Ella dobló y apiló las dos mantas sobre las que dormían, colocó en una esquina la ropa seca y metió en un saco el arroz que había estado limpiando el día anterior. Echó un vistazo a su alrededor. Todo estaba bien: los dos sacos de arroz que les quedaban junto a la pared de palma, a su lado las mantas y al lado de éstas el montoncito de ropa limpia.
Su cabaña tenía el piso hecho de tablones de madera y estaba elevada unos dos metros sobre el terreno gracias a un armazón de postes que, a modo de palafito, la levantaban del suelo. Mediría unos cuatro o cinco metros de largo por unos dos o tres de ancho. El techo y tres de sus paredes eran de palma y la otra pared estaba abierta completamente a la charca, como si fuera una terraza, con una barandilla de caña de bambú por seguridad. No había muebles. Cuatro gallinas con su polluelos dormían debajo y todo el día andaban a su alrededor buscando comida.
«Sí, todo está correcto», pensó.
Hun estaba al borde de la laguna cuando Son Moc, descalzo como casi siempre, vestido sólo con unos calzoncillos tan amarronados como el agua, entró en la charca, sumergió su mano y acertó a la primera con la pequeña nasa de mimbre que contenía las tortugas, a pesar de que el agua estaba tan turbia que no podía verse los pies.
Su pequeña laguna no tenía tortugas; sólo de vez en cuando capturaban alguna, bien porque subieran desde el río cercano o, más a menudo, porque bajaran de las charcas de la selva que cubría la colina cercana. Fuera como fuese, le pareció una buena señal. Quizá Buda les agradecía sus plegarias.
Salió del agua. El pequeño Hun le esperaba de pie en el borde, desnudo y también descalzo. Se metía el dedo en el ombligo con una mano mientras con la otra se acariciaba la barriguita, esperando, con los ojos muy abiertos y cara de expectación, a que su padre le enseñara sus capturas.
Son Moc dejó la nasa con los reptiles al borde del agua después de enseñárselos a su hijo y se fue a buscar la red que tenía colgada bajo la cabaña. Antes de llegar a su chabola, Hun ya estaba rodeado de otros niños y niñas vecinos que hurgaban en la nasa hostigando a los galápagos. La alegría se tornó en excitación cuando uno de los animales consiguió escaparse. El más avispado de los chicos lo atrapó de inmediato devolviéndolo a su sitio sin que Son Moc se enterara. A las risas de complicidad y picardía les siguieron las carreras del mayor de los niños, de unos ocho o nueve años, tras el pequeño que había dejado salir la tortuga. Detrás echaron a correr los demás, otros cuatro o cinco críos, riendo y gritando, poniendo en apuros a las gallinas y sus polluelos, que esquivaban como podían aquella turba de andrajosos chiquillos.
Channa, que lavaba los cacharros del desayuno, les echó un vistazo y alcanzó a ver cómo una de las niñas intentaba zafarse de su hijo, que la agarraba por la camiseta con la que estaba vestida y que apenas alcanzaba para cubrirle el culito desnudo. La prenda tenía tantos agujeros que Channa pensó que se rompería. Pero la cría se retorció y, en un alarde de agilidad, consiguió zafarse del agarrón del chico a costa de quedarse desnuda, dejando a Hun parado con la camiseta entre los dedos. Todos se rieron mientras el chaval iniciaba de nuevo la persecución agitando el recién conseguido trofeo por encima de su cabeza. Los dos críos, desnudos, acabaron en las oscuras aguas de la charca salpicándose el uno al otro hasta que Son Moc, que volvía con la red, les hizo salir. La niña aún tenía seca la gruesa y desigual mata de pelo negro, recio por los escasos lavados, pero Hun estaba completamente mojado. Salieron esquivando las cacas resecas de los perros y desaparecieron entre las cabañas vecinas junto con el resto de la vocinglera tropa.
Son Moc, que continuaba vestido sólo con sus calzoncillos tan sucios como la propia charca, se metió en el agua hasta que ésta le llegó por encima de la rodilla y, sujetando con el codo doblado el grueso de la red y con la boca el extremo de la cuerda a la que estaba unida, lanzó con la otra mano el artilugio, que se abrió en el aire y cayó completamente extendido dibujando un círculo sobre el agua. Dejó que se hundiera unos instantes y jaló después el extremo del cabo, cerrando la trampa. Cuando depositó la red al borde de la laguna ésta contenía media docena de pequeños peces que relampagueaban sobre el fango marrón. Media hora después, antes de que Channa estuviera preparada, su pesca ya llenaba medio cubo y estaba lista para que su mujer la vendiera junto con las tortugas. Se sentía satisfecho; pronto podría comprarse una red nueva. Colgó la vieja de un clavo y se sentó un momento bajo su palafito. Vio que su hijo corría con los otros niños cerca de la carretera por la que circulaban, en aparente desorden, motos, bicicletas, gente y algún que otro coche, dando una impresión de actividad incesante. Channa, por su parte, terminaba de preparar el hatillo con los peces, las tortugas y algunas cosas más.
No era muy guapa, «pero ni mucho menos fea», pensó, y eso sí, muy alegre. Su cara, entre pícara y divertida, tenía casi siempre dibujada una sonrisa sosegada y su mirada transmitía paz y tranquilidad. Llevaba el pelo castaño liso recogido en una coleta para que no le molestara al trabajar, aunque a él le gustaba más cuando se lo dejaba suelto. La observó procurando que no se diera cuenta. Vestía una camiseta de manga corta, un tanto apretada en torno a su incipiente tripita, y utilizaba un ajado sari como falda. Su ropa, gastada y descolorida, tenía también el mismo color marrón que la charca. Todo en su casa parecía haber adoptado aquel color achocolatado, incluso su piel y la de su esposa. Era como si al vivir a sus orillas, el color del agua, con los años, lo hubiera impregnado todo: sus ropas, la chabola, el suelo y también a ellos. Quizá por eso Hun, a sus escasos seis años, aún tuviera la piel clara, pensó. La charca aún no le había teñido.
Channa se detuvo un instante.
–Se está moviendo –le dijo al tiempo que se palpaba la tripa de varios meses.
Son se acercó, metió la mano debajo de la camiseta y acarició la piel tersa y joven de su mujer, aunque sin sentir movimiento alguno.
–Aquí, pon los dedos aquí, tonto –le indicó ella, y cogió la mano de su marido y la apretó contra su vientre.
En el rostro de Son Moc se dibujó una clara sonrisa al notar el pequeño impacto.
–Será otro varón –dijo con orgullo–; pega fuerte.
Ella sonrió satisfecha y contenta. La alegría y el cariño hacían más limpia su mirada.
Son Moc la abrazó, y de la ligera presión y el contacto de ambas pieles surgió una sensación sensual. La apretó un poco más y noto cómo sus pechos se pegaban contra el suyo. Cruzaron una mirada de complicidad, rieron y subieron jugueteando la escalera. Corrieron una cortinilla, se desnudaron e hicieron el amor con naturalidad hasta quedar tendidos sobre la manta, desnudos.
Después ella se vistió con un gastado sarong de corte vietnamita y una camiseta limpia. Se alisó la ropa con la mano, como intentando eliminar las arrugas. No tenían espejo, así que se volvió hacia su derecha y echó las caderas un poquito hacia delante para ver cómo le sentaba el vestido a su trasero, dejando que su media melena le ocultara parte de la cara. A Son Moc no le pasó desapercibido el detalle coqueto de su esposa.
Ella vio el gesto de admiración de su marido y se sintió satisfecha. Los ojos color avellana de Channa, mucho más claros que los habitualmente oscuros de las camboyanas, le daban una profundidad fascinante a su mirada. Las pestañas largas y densas, una expresión limpia e inocente y la redondez del óvalo facial componían, junto a sus labios, un rostro que a Son Moc le costaba a veces dejar de contemplar. Y cuando ella le sorprendía observándola, demostraba su satisfacción con un mohín gracioso frunciendo los labios pequeños y perfectos que tanto le gustaban a él. Le gustaban porque no eran como los labios de otras orientales: eran finos en las comisuras, pero se engrosaban en el centro hasta tener el tamaño justo para resultar casi provocativos. El color era más bien pálido y Channa solía untárselos con un poco de aceite para que quedaran brillantes.
Son Moc se sintió alegre y pensó que en el templo tenían razón. Cuántas veces le habían dicho: «Uno de los preceptos más importantes de nuestra religión es no desear nada. Así, lo que la vida te dé y tú consigas te hará feliz. ¿Qué importa lo que tengas si tu ansia no te permite disfrutarlo? Tampoco necesitas una mujer guapa, lo importante es que tu mujer te quiera y te respete, que sea alegre, que no sea codiciosa».
Él estaba de acuerdo. Recordó otro de los consejos de los monjes: «De vez en cuando repasa tu vida».
Eso hizo en aquel momento. Era pobre. Tenía un hijo y pronto tendría otro. Amaba a su mujer. Ella era joven, divertida y trabajadora. Los dos se querían, se respetaban y disfrutaban el uno con el otro. Su hijo corría libre por los alrededores, no pasaban hambre y estaban sanos. No necesitaban más.

Poco antes de las ocho llegó con su moto Luc, un vecino, para recoger a Channa. Hun se subió enseguida y ella se sentó detrás, dejando al niño entre ambos. Cogió su hatillo y se apretó contra su hijo para sujetarlo bien. Ambos se despidieron de Son Moc, que se quedó mirándoles hasta que desaparecieron rumbo a Sihanoukville tras la primera curva de la carretera. El sol no podía con la calima y eso le estaba dando al día un tono más bien gris.


29 de abril de 2016

Navegando por aguas color turquesa.

Dejo aquí un capítulo más de la novela. En es se describe la navegación de Eduardo desde Avilés hasta Camboya, lugar donde se desarrolla la parte fundamental de la trama.



CAPÍTULO V
Navegando por aguas color turquesa


«Sé que el linaje humano está destinado a retroceder más y más
en la noche de los tiempos, antes de que vuelva a iniciarse
la ascensión sangrienta hacia aquello que llamamos civilización.»
La peste escarlata, JACK LONDON

El Merak dobló el cabo de Finisterre con un viento de unos veinte nudos franco y constante que le entraba por la aleta de babor. La marejada de popa apenas se notaba y sólo con el génova el barco conseguía una velocidad media de más de seis nudos. El piloto automático aguantaba bien y Eduardo sólo tenía que ocuparse, muy de vez en cuando, de corregir el rumbo y evitar que las redondeadas olas le desviaran de la dirección sur prevista.
La mar fue calmándose al pasar Galicia y el mismo viento favorable le acompañó por toda la costa portuguesa hasta llegar al cabo de San Vicente. Allí la brisa arreció hasta llegar a los treinta nudos, el cielo se oscureció y el tiempo empeoró; se formaron olas de dos a tres metros que hacían incómoda la navegación. El Merak avanzaba rápido y Eduardo se alegró de que tanto aquel ventarrón como la mar le empujaran hacia su destino.
Dos días después navegaba plácidamente por el Mediterráneo. La ruta marcada sobre la carta náutica apuntaba hacia Ibiza. En la vecina isla de Formentera dedicó unos días para arranchar el barco, y después parte de la primavera en conocer las Baleares de cala en cala. Córcega y Cerdeña fueron su siguiente destino, y mediado julio cruzó hacia la península itálica. Tenía mucho interés en recorrer la costa romana y sobre todo la coqueta costa amalfitana, con sus pequeñas bahías protegidas de los fríos del norte donde las casas color siena, colgadas de pendientes más o menos escarpadas, llegaban hasta el borde del azul intenso del mar. Sicilia fue el siguiente destino en su derrota y en septiembre se adentró en el Adriático hasta Croacia.
En Dubrovnik, una especie de antiguo hippy solitario se ofreció como marinero para llegar hasta Santorini, donde al parecer vivía. Se llamaba Pietro, y durante el verano tocaba la guitarra para los turistas en las terrazas junto al mar. Una tarde en la que Eduardo saboreaba la cuarta o quinta cerveza fría admirando la puesta de sol en un bar del puerto, el hombre se acercó a su mesa tocando «The Sound of Silence» y Eduardo no pudo por menos de tararear la melodía. Puede que fuera su aspecto poco habitual, con su barba, su piel curtida y su ajada ropa de navegar, o quizá la beatífica sonrisa que el alcohol dejaba en la cara del marino lo que llamó la atención del hippy, pero el caso es que Pietro se sentó a su mesa y ambos acabaron tomando unas cervezas y después unas cuantas copas. Al final acabaron navegando juntos hacia Grecia, donde pasaron un tiempo en la casa que Pietro tenía en Santorini.
Los dos congeniaron bien desde el principio; eran personas más bien calladas, reservadas en ocasiones, pero tan buenos conversadores como respetuosos con el silencio de los demás, y quizá por eso encajaban. Se entendían en inglés y, aunque hablaban poco, la confianza fue aumentando entre ellos, así que la idea no tardó en surgir. Fue Eduardo el que la propuso, y el hecho de que a Pietro le fascinaran el mar y la aventura facilitó su decisión de acompañarle durante parte de su singladura.
–Me vendría muy bien un tripulante para atravesar el océano Índico hasta Tailandia –le comentó Eduardo.
Pietro no lo dudó:
–Toda la vida he deseado hacer algo así. Tengo sesenta y cinco años y no voy a dejar pasar una oportunidad como ésta. Tailandia puede ser un buen sitio para ganar algún dinero durante la temporada de verano. Hay turistas y es lo que necesito para vender pulseras y tocar la guitarra.
–Yo también pienso que te puede ir muy bien. La idea es llegar hasta Tailandia antes de que empiece el monzón y aprovechar allí la temporada de mal tiempo para trabajar, pero primero quiero conocer las Maldivas y las islas Andamán. Teniendo en cuenta que las lluvias fuertes empiezan en abril, podemos viajar ahora por el Mediterráneo y el Mar Rojo, entrar en el Índico en noviembre-diciembre para recorrerlo hasta marzo, y llegar antes del monzón a nuestro destino. ¿Qué te parece?
–Me parece la mejor propuesta que me han hecho nunca.
Los planes quedaron trazados en pocos días y durante el tiempo que estuvieron en Santorini, entre los dos pusieron el barco a punto. Hubo que sacarlo del agua, limpiar el casco, darle patente, montar y desmontar el palo, reforzar parte de la jarcia, reparar velas y, cómo no, descansar y disfrutar de una de las islas más bellas del Mediterráneo.
Fue un mes de esfuerzo y cordialidad, un mes de trabajo hombro con hombro que le sirvió a Eduardo para confirmar que no se había equivocado escogiendo compañero de viaje, entre otras cosas, porque no había sido una decisión tomada a la ligera. Ningún marino acepta en su barco a un tripulante sin estar seguro de cómo es, de que la relación será fácil, de que es una persona en quien se puede confiar al cien por cien. Un barco es un espacio muy pequeño y al navegar el tiempo se dilata o se contrae de una forma extraña, haciendo que los problemas se multipliquen si las relaciones no fluyen con naturalidad. Si no confías, si no te encuentras a gusto con tu compañero, el viaje siempre acaba mal. No fue el caso y con el paso de los días y a medida que crecía su amistad, Eduardo adquirió la confianza suficiente para compartir parte de su historia, de sus fracasos sentimentales, de sus recuerdos. El carácter de Pietro le ayudó a vencer su natural resistencia a las confidencias, aunque nunca le permitiría a Pietro llegar a conocer todas sus dudas, todo su dolor. Era una parte de su vida que estaba vedada, un territorio difícil al que su tripulante no podría acceder.

El tiempo pasó despacio y los trabajos de puesta a punto del Merak fueron concluyendo, hasta que a finales de octubre se hicieron de nuevo a la mar para recorrer el Mediterráneo. A principios de diciembre llegaron a Port Said, la entrada al canal de Suez, y desembocaron en el Mar Rojo para iniciar la etapa más peligrosa de esta parte del viaje, que les esperaba tras el golfo de Adén.
Eduardo estaba preocupado, pues tanto esta zona del océano Índico como otras de Malasia, Filipinas e Indonesia eran aguas con abundantes asaltos de piratas que teóricamente todo velero debe evitar y por eso, a pesar de haberla estudiado a conciencia, repasó una vez más con su tripulante esta fase del crucero.
–En total son unas mil millas de navegación para salir del Mar Rojo –explicó–, y después, la friolera de mil setecientas millas hasta las islas Laquedivas, que están a sólo ciento ochenta de las Maldivas.
–¡Un mes sin pisar tierra! –exclamó Pietro, que a pesar de haberlo oído más de una vez aún no podía imaginárselo–. En cuanto a las zonas de riesgo, según tú tardaremos unos cuatro o cinco días en cruzarlas, ¿no?
–Sí –confirmó Eduardo–; como navegaremos lejos de las rutas comerciales, sólo quinientas millas serán peligrosas, así que pasaremos cuatro o cinco días en tensión, vigilando día y noche. Después, cruzaremos el Índico y tendrás tiempo suficiente hasta que toquemos tierra para hacer todas las pulseras que quieras.

A finales de diciembre, después de cruzar el canal de Suez y parte del Mar Rojo sin contratiempos, la escasez de viento les obligó a usar el motor más de la cuenta y puesto que se acercaban a Somalia decidieron hacer una parada de un par de días en Yemen para repostar y descansar.
Escogieron el puerto de Al Hudaydah, que parecía grande y seguro tanto por la arribada como por el gran tráfico de mercantes que las guías náuticas anunciaban. No se equivocaron, pero en la gasolinera para barcos locales y pesqueros pequeños se negaron a darles gasoil. Al parecer estaba prohibido suministrarlo a extranjeros, sólo los dólares que Eduardo les mostró discretamente solucionaron el problema. Y no sólo eso: por una pequeña propina se ofrecieron también a vigilar el barco mientras ellos se dirigían a la ciudad. Era perfecto, así aprovecharían para conocerla y hacer las compras necesarias para reponer la despensa del Merak con verdura, carne y fruta fresca.
Dos días después, bien pertrechados, abandonaron el puerto. Lo hicieron de noche, con las luces apagadas y procurando pasar desapercibidos por temor a los ataques de piratas. Antes del amanecer habían llegado sin percances a mar abierto y un par de semanas más tarde estaban en el mar de Arabia, a la altura de Omán, separados por unas doscientas millas de la costa más cercana y sin haber tenido más incidente que la necesidad de repostar en Yemen.
Por delante les quedaba una enorme extensión de océano hasta su próximo destino, las islas Laquedivas. Esta etapa, la más larga hasta el momento, concluyó una mañana, tras cuarenta interminables días de navegación, cuando Eduardo divisó por estribor lo que parecía tierra. Los dos estaban emocionados, alegres y expectantes. Al poco la certeza era definitiva y el GPS les confirmaba que aquella línea en el horizonte era una isla. Por fin habían llegado. Abrazos, gritos y la sensación de haber conseguido lo que se proponían se mezclaron entonces con las enormes ganas de pisar tierra firme. Para ellos, como para todos los marinos, poner los pies en el suelo se había convertido en una necesidad, un espejismo que les perseguía durante la travesía. Algo que deseas y que también temes. La madre tierra te hace sentirte definitivamente seguro, te llama, así que la sola visión de aquella isla les produjo un gozo máximo.
Poco a poco fueron apareciendo otras islas e islotes relativamente cercanos unos de otros, de modo que decidieron, después de tantos días en la mar, ir directamente a Kavaratti, la capital. Allí formalizarían la documentación de entrada y pisarían tierra por fin.
El puerto de Kavaratti es un larguísimo espigón que se adentra en la laguna, hecho con pilones de hormigón que soportan la pasarela desde donde embarcar y desembarcar mercancías y personas. El dique, bien protegido de la dureza del mar Arábigo por un cinturón de coral, les facilitó la maniobra de amarre y un buen montón de curiosos se acercó enseguida para fisgar. Eduardo y Pietro, poco acostumbrados a la gente tras muchos días solos en alta mar, se sintieron incómodos, sorprendidos. Llegaban a una isla que sabían densamente poblada, pero aquella marabunta les irritaba.
Después de arranchar el barco y cerrarlo bien, bajaron a tierra. En cuanto pusieron los pies en el suelo una tremenda sensación de inestabilidad les invadió, incitándoles a subir de nuevo en el Merak y adentrarse en la seguridad, estable para ellos, del bamboleo del mar. Pero ni el mareo que se produce al pisar tierra firme después de una larga temporada en el mar ni la multitud que les rodeaba les impidieron besar aquel suelo. Después se alejaron del puerto procurando no tambalearse demasiado.
–Los marinos tienen fama de borrachos y beben mucho, te lo aseguro –dijo Eduardo–, pero… ¿no será que cuando bajan a tierra van dando tantas eses como tú y yo ahora mismo? –concluyó, riendo a carcajadas.
–Seguro que todos estos que nos están mirando se preguntan cómo hemos conseguido llegar hasta esta isla perdida en el mar con la borrachera que llevamos –acertó a articular Pietro, entre risas y procurando no perder el equilibrio al mismo tiempo.
–Pues verás lo que pasa cuando te metes en un sitio cerrado; prepárate, porque te tendrás que sujetar a las paredes.
Se alejaron caminando, riendo y charlando sobre su deplorable aspecto, que más parecía de náufragos que de tripulantes de un velero.
Enseguida descubrieron que Kavaratti estaba superpoblada, con cabañas y casas por todas partes construidas con desorden, sin respetar en muchos casos los márgenes de las calles, invadiendo el bosque, que en su día debió de ser un paraíso natural, y sin dejar apenas espacio en toda la isla para la naturaleza salvaje. Habían llegado al edén, pero estaba atestado de gente.
Ellos, que llevaban meses prácticamente solos cruzando un océano, se encontraban ahora contentos de tocar tierra, pero un tanto aturdidos y arrepentidos de no haber desembarcado antes en cualquiera de las islas casi deshabitadas, solitarias y paradisíacas que encontraron. En sus playas de arena blanca bordeadas de palmeras que llegaban casi al borde del agua, hubieran podido disfrutar mejor ese momento de éxito y felicidad con intimidad, sin aglomeraciones, como ellos preferían estar.
Tanto tiempo en ese enorme desierto que es la superficie del mar les había vuelto más reservados. Sin embargo, entre los dos había ahora confianza y la sensación de que la mar, los peligros, las decisiones arriesgadas, las largas noches de guardia solos, pero sabiendo que el otro estaba abajo durmiendo, les había unido para toda la vida en una amistad que sabían no tendría final por muy lejos que estuvieran el uno del otro. El mar les había regalado la sensación de ser hermanos.

Arreglar los papeles de entrada les llevó toda la mañana. Después, a pesar del bullicio, se sentaron en un buen restaurante junto a la playa y, tras el ritual de tomarse un par de cervezas heladas que les supieron a gloria, disfrutaron de una buena comida a la sombra de las palmeras. La carne a la brasa, el arroz y la verdura fresca junto con un buen vino les parecieron auténticos manjares.
Durante los siguientes días conocieron otras islas menos pobladas que Kavaratti, aunque siempre con demasiados habitantes para ellos. Finalmente encontraron una islita que satisfacía todos los requisitos con los que un vagabundo del mar sueña. Tras franquear el paso al interior de un atolón de coral, fondearon frente a una preciosa playa de arena blanquísima. La isla perfecta para dos hombres solitarios que buscaban la belleza virgen de las aguas cristalinas, arena y vegetación suficiente para resguardarse del abrasador sol de mediodía. En definitiva, naturaleza salvaje y la quietud de la soledad.
Viajando de isla en isla avanzaban las semanas y prácticamente no les quedaba tiempo para conocer las Maldivas antes del monzón. Se contentaron con explorarlas de paso y, en Male, Eduardo se enteró de que en el hospital de Pattaya donde le habían asegurado un contrato para los próximos meses ya habían encontrado a otro traumatólogo, así que tras algunas gestiones consiguió trabajo en Sihanoukville, al sur de Camboya. Aquello era un contratiempo que le exigiría distanciarse de su ruta hacia Australia, pero le daba igual: no tenía ni prisa ni planes fijos.
Finalmente, tal y como estaba previsto, se separaron en Tailandia. A Pietro le gustó Phuket; llevaba una buena cantidad de material para vender a los turistas y desde allí le sería fácil regresar a Europa cuando quisiera.
La despedida no fue triste. Sabían que lo más probable era que no volvieran a verse, aunque en la mente de Eduardo flotaba la idea de regresar algún día al Mediterráneo, a Santorini. De momento, habían compartido una bonita historia. Ahora cambiaba de nuevo el guión y quién sabe adónde les llevarían sus diferentes rumbos. Sabía que la soledad sería de nuevo su compañera durante un tiempo y ya desde días antes de separarse de su amigo, el recuerdo de Paula, casi ausente durante todo este tiempo, había regresado. La perspectiva de los largos días sin Pietro le pesaba más de lo que había supuesto. Se había acostumbrado a su presencia, a su voz, a su serenidad. De Paula apenas le confió por encima su historia, de su abandono, nada. Apreciaba y confiaba en Pietro, pero su pasado era para él un territorio que sólo había compartido en una pequeña parte.

Eduardo pasó casi un mes navegando solo. Muchas veces pensó en detenerse, en olvidarse del trabajo que había conseguido y perderse en algunos de los pequeños pueblos costeros, cuyos pescadores le acompañaban con frecuencia durante millas y millas. Si no fuera porque se había comprometido para los próximos meses, porque había dado su palabra, quizá se habría establecido durante años en algún lugar perdido de aquella desconocida zona, en algún poblado de alguna remota isla sin nombre.
Finalmente, una mañana muy temprano avistó su puerto de destino, un enorme y desierto dique que protegía el muelle comercial para grandes cargueros y que no era un lugar apropiado para su pequeño velero. Se dirigió hacia la zona de playa y hoteles para los turistas, buscando algo mejor para el Merak y para él, ya que tenía la intención de vivir en su barco durante todo el tiempo que permaneciera en Camboya. Estaba tan acostumbrado a su casa ambulante que no habría sabido vivir en otro sitio.
Tuvo suerte y descubrió al comienzo del dique comercial, justo al lado de la playa, un pequeño muelle vacío cerca de uno de los edificios del puerto, donde le autorizaron a amarrar su barco. Era el muelle del edificio de administración y estaba custodiado por una pareja de antiguos marineros de cierta edad que le ayudaron con la maniobra de atraque.
Una vez las autoridades del puerto comprobaron que efectivamente venía a trabajar como traumatólogo y gracias también a la gestión de la dirección del hospital, le permitieron permanecer amarrado al pequeño dique todo el tiempo que necesitase. Allí, el Merak no sólo estaría seguro sino que, además, la pareja de viejos lobos de mar lo mantendrían limpio y cuidado. El sitio era perfecto: no estaba lejos de su trabajo y quedaba próximo a la zona de hoteles y del paseo.
Eduardo estaba contento. Solucionado el problema del amarre del barco y por tanto el de su residencia, podía empezar a preocuparse del trabajo. No iba a ser fácil adaptarse a las condiciones de un hospital tan diferente de los occidentales, así que sin la necesidad de preocuparse por el mantenimiento del Merak se sumergió de lleno en su profesión.
Pasadas dos semanas, había logrado adaptarse y se diría que había recuperado una rutina casi como la que había mantenido durante varios años en España. El sanatorio era mucho más pequeño y destartalado que los españoles en los que siempre había trabajado; aun así, los medios técnicos, las costumbres y la forma de trabajar no supusieron tanto problema como el idioma, ya que necesitaba a alguien que le tradujera constantemente del camboyano al inglés. Por suerte la enfermera camboyana que le proporcionaron cumplía esa misión a la perfección, convirtiéndose para él en una especie de sombra amable que parecía estar siempre que se la necesitaba, con una sonrisa y un respeto que a Eduardo le parecían casi exagerados. Estaba contento. Gracias a ella había conseguido trabajar a un buen ritmo en poco tiempo, y trabajo era, precisamente, lo que le sobraba.

20 de abril de 2016

Capítulo I de LOS CAMINOS DEL AGUA: AVILÉS, ASTURIAS.

Por fin me he decidido y voy a publicar en este blog el primer capítulo de mi novela Los caminos del agua, espero guste, especialmente a los que, como yo, aman el mar.

LOS CAMINOS DEL AGUA
José Luis Conty


CAPÍTULO I
Avilés. Asturias

«A menudo encontramos nuestro destino
por los caminos que tomamos para evitarlo.»
JEAN LA FONTAINE

«Los hombres lloran porque las cosas
no son lo que debían ser.»
Calígula, ALBERT CAMUS


Eduardo llegó a Sihanoukville, en Camboya, después de navegar durante meses cruzando el Mediterráneo primero y el Índico después.
Inició su viaje alrededor del mundo un día fresco y soleado de abril. No quiso despedidas y no tuvo que esforzarse en prohibirlas; sólo su hermano y los escasos amigos que aún le quedaban contravinieron sus deseos y se reunieron junto al faro, en la bocana de la ría de Avilés, para animarle mientras se adentraba en mar abierto con su velero.
La tarde anterior a su partida los más íntimos le organizaron una pequeña fiesta que debería haber sido divertida, pero en las gargantas, tras la pasajera alegría de las burbujas del cava, predominó el sabor amargo del licor y una sensación de huida, ácida y triste. En el ánimo de todos flotaba la idea de persuadir a Eduardo para que se quedara, convencerle de que Elena, su mujer, volvería con él, pero nadie se atrevió a intentarlo y en el ambiente creció la sensación de fracaso y de tristeza general.
Tras la fiesta, Eduardo no permitió que fueran a despedirle al pantalán, aunque la mañana en que se marchó recibió con agrado la sorpresa de los cláxones, los pitidos, los gritos y la pancarta de apoyo de los que se reunieron sobre los riscos de San Juan de Nieva para desearle suerte. Después los vítores desaparecieron ahogados por el ruido monótono del mar y, poco a poco, la distancia hizo que las figuras del acantilado fueran confundiéndose con las rocas hasta perderse en la lejanía.
Pensó en dar la vuelta y regresar. Se le encogió el estómago. Dudó. Una mezcla de sentimientos le asaltaban; miedo, nerviosismo, inseguridad, excitación, tristeza, quizá nostalgia, y el recuerdo de la voz y el rostro de Paula, a la que aún amaba, explicándole por qué no podían continuar viéndose.
Su mente rechazó la imagen de su amante, se repuso y le gritó al viento:
–¡Adiós!, ¡adiós! –Y después, mirando al frente, se animó a sí mismo–: ¡Vamos, vamos! ¡Larga más el génova, amolla la mayor, caza la contra, larga escota, deja que el viento te empuje! –Desplegó toda la vela y volvió a gritar muy alto, ahora con rabia, apretando los dientes–: ¡Vamos allá! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!

Comenzó así una aventura que tenía principio, pero a la que ni él mismo le había puesto final. Nada le ataba, no tenía hijos, su mujer y su amante le habían abandonado y sus padres habían muerto, por lo que podría regresar después de navegar durante unos años o quedarse a vivir en alguna isla o en cualquier otro lugar.
El viaje que ahora iniciaba –navegar, dar la vuelta al mundo en su barco– había sido siempre una ilusión, una aventura lejana y mítica. Pero finalmente, después de que Elena se fuera sin dejarle ni siquiera una simple nota de despedida, la idea que durante tantos años había considerado casi como un sueño comenzó a tomar forma y a transformarse en realidad.
No esperaba la ruptura de su matrimonio, pero tampoco le extrañó. Hacía años que la relación había empeorado y las discusiones, al principio frecuentes, habían dejado paso a la frialdad entre los dos, de manera que, de no haber sido ella, habría sido él, tarde o temprano, el que decidiera terminar definitivamente con una convivencia sin sentido.
Le dolió su marcha, pero tenía la certeza de que el principal culpable de aquel fracaso era él. Él, y la mala suerte de haber vuelto a encontrar a Paula después de tanto tiempo. Un encuentro que acabó como tenía que acabar: con la pasión desenfrenada de las escapadas a escondidas a la playa, con el recuerdo de aquel amor de juventud y, finalmente, con la negativa de Paula a continuar su idilio, ahora con la disculpa de que estaba casada y tenía una hija.
Para no volver a perderla Eduardo habría abandonado inmediatamente a Elena si Paula se lo hubiera pedido, pero ella no lo hizo y él volvió a su casa con su mujer, como quien vuelve a la rutina, sin esperanzas, sin saber qué otra cosa podía hacer salvo regresar a la seguridad que supone lo conocido y continuar como hasta entonces.
Nunca llegó a saber si Elena se enteró de su infidelidad, pero si no lo supo, su intuición femenina, los silencios y el ambiente cada vez más agrio y cortante entre los dos acabaron por poner fin a un matrimonio que desde hacía tiempo estaba abocado a la separación.
Eduardo se quedó solo y eso era justamente lo único que deseaba después del rechazo de Paula: estar solo.
Siempre había sido un ser solitario, poco comunicativo, y su carácter distante y un tanto áspero le había acarreado la fama entre sus conocidos de ser una persona difícil de tratar, escasamente accesible, aspecto que se acrecentó tras el abandono de Elena y se acentuó más aún cuando se enfrascó en la puesta a punto del Merak, su barco, para cumplir el sueño de navegar alrededor del mundo, de conocer nuevas culturas, de vivir cada día sin saber cómo iba a ser el siguiente, ni dónde acabaría la semana o el año. En definitiva, volver a vivir en lugar de ver pasar la vida, terminar con su existencia actual que le hacía sentirse encapsulado, previsible, sin emociones, abocado a perder la perspectiva mientras dejaba que cada día transcurriera igual que el anterior, que cada semana fuera parecida a la siguiente, y a continuar cada mes, cada año, con la sensación de que la vida pasaba para él sin entusiasmo.
Así pues, no le costó decidirse. En el fondo llevaba tiempo preparándose para esta aventura y el abandono de Elena y el rechazo de Paula le facilitaron la decisión. Sólo su hermano Ernesto le había hecho dudar tratando de convencerle, una vez más, para que se lo pensara mejor.
–Eduardo –le había dicho–, tú y yo nunca hemos tenido mucha confianza, es como si existiera entre los dos demasiada distancia; pero me gustaría hablar contigo no como tu hermano, sino como amigo, como hombre o como lo que tú quieras, si es que me lo permites.
Eduardo le escuchó pensando que, cuando se marchara, tardaría mucho en volver a verle, que Ernesto merecía su atención y no sus protestas, así que no le interrumpió como otras veces, aunque tampoco dejó de ordenar las provisiones que estaba almacenando.
–No tengo miedo por ti y confío en tu capacidad y en tu prudencia como navegante –-continuó Ernesto–. Sé que toda tu vida has deseado dar la vuelta al mundo y no es eso lo que me preocupa. Lo que pretendo es que te lo pienses, que te preguntes una vez más por los motivos, sólo una vez más.
Hizo una pausa para resaltar el siguiente razonamiento. Eduardo, arrodillado de espaldas, continuaba guardando latas de comida en cajas de cartón. A Ernesto no le hizo falta que se volviera para mirarle, ni tampoco lo quería: sabía que sus palabras no caían en saco roto.
–Sé que te has decidido después de estudiarlo bien –continuó–. Eres libre de hacer con tu vida lo que quieras, pero esa libertad supone reflexión. Piensa que todo lo que hagas, que todas tus decisiones determinan tu existencia futura. Te determinan a ti, y de eso no puedes escapar.
A pesar de responderle con una nueva negativa a retrasar sus planes, Eduardo sabía que su hermano tenía razón. Era consciente de que no era realmente libre, de que su pasado y los rechazos de Paula y de Elena estaban ofuscando su mente y de que el despecho y el resentimiento, más que el deseo de aventura, eran los que le empujaban a realizar este viaje. No era la primera vez que lo analizaba, que se sentía privado de libertad por esa sensación plomiza que entorpecía su razón.
«Pero si no soy libre –pensaba¬–, ¿qué responsabilidad puedo exigirme a mí mismo? ¿No es el viaje mi forma de alcanzar la libertad?»
Fuera como fuese, aunque surgieran las dudas, la decisión había sido firme desde un principio y, una vez tomada, las cuestiones técnicas y de planificación fueron ganando terreno día a día a la incertidumbre de sus motivos.

Tardó varios meses en preparar el viaje y casi todo su trabajo se centró en acondicionar el Merak, un velero de doce metros sólido y robusto que había comprado hacía años y en el que navegaba con frecuencia. Se trasladó a vivir al barco, vendió el coche y el piso para poder financiar su proyecto y se entregó en cuerpo y alma a su reestructuración y adaptación para las largas travesías.
Durante este tiempo, no sólo su carácter se volvió más austero, también su cuerpo fue cambiando con las duras tareas de acondicionamiento del Merak y con el sacrificio que le supuso compatibilizarlas con su trabajo como médico en el hospital. La vida sedentaria le había hecho coger peso, pero la incipiente barriga fue desapareciendo gradualmente y su constitución atlética y el esfuerzo acabaron por moldear unas piernas y unos brazos musculosos y fuertes. Perdió grasa y bajó hasta los ochenta kilos de peso, que con su casi metro ochenta de estatura y un tórax ancho y fuerte, le daban un aspecto recio y rocoso. Su piel se acostumbró poco a poco al aire libre. Los largos días de trabajo en la cubierta le proporcionaron un buen bronceado y consiguieron que el aspecto moreno y curtido de los hombres de la mar hiciera desaparecer, definitivamente, gran parte del contraste que antes había entre su tez clara y el pelo casi negro.
Las reparaciones del Merak para poder realizar travesías oceánicas y además vivir en él ocuparon durante ese tiempo su mente. Eduardo era meticuloso en los detalles y constante en el trabajo diario al que se dedicaba en cuerpo y alma, robándole tiempo y atención a sus ocupaciones como traumatólogo.
Necesitó esforzarse al máximo para conseguir su objetivo, y su concentración casi obsesiva en los arreglos del barco apenas le dejaba huecos para pensar en algo que no fueran motores, bombas de achique o electrónica naval, cosa que agradecía, porque últimamente le asaltaba demasiado a menudo el recuerdo de Paula. Procuraba evitar pensar en ella, pero aun así, muchos días, la imagen de su cara, de sus ingles apretadas bajo el biquini, de los hoyuelos de su cintura o de sus pechos desnudos, provocativos, que continuaba deseando, le producía dolor. Cada vez que esto ocurría, le costaba evitar que se le escaparan las lágrimas en la soledad de su camarote. Trataba de pensar lo menos posible en ella, bloquear esos sentimientos contradictorios que mezclaban el deseo, el amor, la ausencia y el resentimiento por su negativa a continuar su relación.
En Elena pensaba menos. No la amaba y, tras su abandono, la idea de imaginarla en brazos de otro hombre apenas le hería en su orgullo. Pero sobre todo no podía evitar la tristeza, la sensación de fracaso, de desengaño que le habían producido sus fallidas relaciones con las dos mujeres de su vida.
Para sentirse mejor utilizó conscientemente su obsesión por el trabajo. Pensó que primero los meses de exigente preparación, y después los largos días navegando, le obligarían a concentrarse, ayudándole a olvidarlas poco a poco. Sabía que cuando se navega a vela, en contra de lo que pudiera parecer, uno casi siempre está centrado en la mar. El barco y todo aquello que sucede en el entorno del océano y del viaje te aísla más del mundo que la distancia física con la tierra. Hay que estar pendiente, sobre todo, de interpretar los sonidos normales o no de la jarcia, de la correcta orientación de las velas, de las predicciones meteorológicas, de la radio, estudiar la mar, las olas... El tiempo lo ocupan las reparaciones, pequeñas o grandes, pescar, conocer la especie de pájaros que te encuentras, controlar los cargueros que se cruzan, observar la costa si estás cerca, trazar la derrota y calcular la posición del navío o anotar las incidencias en el cuaderno de bitácora. Todo lo que rodea al marino le envuelve y, aunque parezca extraño, llega un momento en que la mar y el barco abstraen a los navegantes solitarios empapándoles de un ritmo de vida y de unas rutinas propias del mismo mar, de la soledad y del viaje que hacen que el tiempo pase rápido. Se duerme muy poco, se trabaja mucho y se echa de menos la tierra, la firme seguridad del malecón. Se desea más que ninguna otra cosa llegar a puerto y al mismo tiempo se teme desembarcar, perder la sensación de acoplamiento con el océano, con la nave.
Esperaba que el propio viaje y todo lo demás no le ofrecieran ocasiones de pensar en su vida anterior, en lo que había perdido y en lo que dejaba atrás.
«Otra cosa será cuando esté en tierra –imaginó–. Entonces tendré más tiempo sin ocupar y todo se parecerá más a la vida que he llevado hasta ahora.»
Pero creía que conocer nuevos países, su historia, su cultura, la vida de sus gentes, sería apasionante y había decidido ocupar su tiempo en escribir un libro que reflejara toda su aventura marina, las costumbres, personas y paisajes de las tierras que iría conociendo.
Repasó mentalmente el itinerario previsto que, en contra de lo que suele ser habitual, le llevaría de Occidente a Oriente por todo el Mediterráneo durante cinco o siete meses, quizá más, sin prisas, como tiene que ser una vuelta al mundo. Atravesaría el canal de Suez, bordearía la península Arábiga alejándose al máximo de la costa de Somalia, para continuar hacia las Maldivas cruzando el océano Indico, navegando siempre muy al norte para evitar así los posibles asaltos de los piratas.
Después pensaba trabajar como médico durante unos meses en Tailandia, para conseguir algo de dinero y poder seguir viaje por Malasia e Indonesia hasta Australia y Nueva Zelanda. Quizás aquí también se detuviera un tiempo, pero el segundo punto marcado en la derrota del Merak, y éste para detenerse sin límite, eran Polinesia y el resto de las islas del Pacífico. Continuar hasta el origen cerrando la vuelta al mundo no era la meta: lo importante era el propio viaje, y estaba previsto que se prolongara varios años.

14 de abril de 2016

Despertar

Augusto no había dormido mal. Se había ido a la cama como casi siempre antes de las doce y también antes de que terminara la película de la tele, una aburrida serie policíaca sin ningún interés.

Se durmió pronto y al contrario que la mayoría de las noches no se había despertado a las dos o las tres de la madrugada con la sensación de no poder volver a dormirse. Quizás los sueños, que esta vez recordaba perfectamente, habían sido pesados y cargados de malos augurios, pero…
¡Qué más daba!. Al despertar ya solo eran sueños.

Despejarse le costó algo más que otros días, las imágenes que la noche le había dejado parecían agarradas a la memoria y como siempre para incorporarse y sentarse al borde de la cama había necesitado vencer la rigidez matutina que con la edad había comenzado a notar.

Sentado ya en la cama, con la luz apagada todavía, con los ojos aún cerrados, su piel sintió la humedad de la primavera antes de poder escuchar a las gotas de lluvia estrellarse contra la persiana de plástico y el goteo del agua en los canalones.
—Un día más, se dijo. Un día gris y lluvioso más.

Se sintió cansado, sin energía, como si la mañana húmeda y gris que empezaba le hubiera robado la ilusión incluso antes de empezar, antes de ducharse o de lavarse los dientes.

Salió de la habitación y antes de entrar en el baño, de refilón, vio como la luz de la cocina destacaba sobre la penumbra que ya empezaba a deshacerse con la claridad del amanecer.
Su hija ya se había levantado, así que él iba con retraso.

El buenos días que balbuceó mecánicamente fue algo parecido a un gruñido, un sonido gutural, de nivel bajo, espeso. Sin moverse, de pié frente a la puerta del baño, cerró los ojos y echó atrás la cabeza, intentando llenar de aire sus pulmones, como si quisiera coger fuerzas para poder continuar.
Aún estaba inspirando sin gana, cuando desde la cocina, por encima de la luz mortecina de la bombilla, por encima de la lluvia, por encima de gris de la mañana resonó la voz cantarina, alegre, vibrante, joven, sonora, ilusionada y fresca de su hija…
— ¡Buenos días! papá.
Augusto sonrío por dentro y por fuera. En su mente aparecieron los luminosos ojos verdes de su niña del alma, sus dientes perfectos, sus labios finos, sus cabellos de oro y todo cambió.
No necesitó esforzarse para meter una pizca más de aire en sus pulmones. Aire limpio, emoción pura.
Empezaba un nuevo día.

26 de febrero de 2016

Esta entrada es sólo para dejar una cita del libro que estoy leyendo. El libro es "La montaña del alma" de Gao Xingjian y la cita es la siguiente:

"La vida misma no obedece a ninguna lógica. ¿Por qué querer inferir su significado a fuerza de lógica? Y luego, ¿Qué es la lógica? Yo creo que debería apartarme de la reflexión, pues es la raíz de mi mal.

(Gao Xingjian. La montaña del alma)

Creo que no precisa comentarios.

18 de febrero de 2016

La tía Tula...


Después de mucho tiempo sin entrar en el blog, regreso al tiempo que vuelvo a escribir. No sé que saldrá de todo esto.

Durante esta última temporada he leído bastante. Lo último “La tía Tula”

¡Qué placer volver a lectura de D. Miguel de Unamuno! Más siendo de la mano de “La tía Tula” una novela corta como la calificó el propio D. Miguel, “no una nivola”, en la que a base de diálogos, algo muy difícil de conseguir en un relato, describe las contradicciones y la personalidad de una mujer que mantiene a raya su sensualidad y su deseo amparándose en la fortaleza de espíritu.

Tula está maravillosamente descrita como una mujer bella sin apenas aclarar sus rasgos. En ella  destacan sus ojos (los ojos son el espejo del alma) y el lector, al menos yo, está deseando desde el principio poder verla sin necesidad de imaginarla.

Unamuno apenas nos la muestra físicamente y se centra en su fuerte carácter, en su personalidad, en sus deseos reprimidos a punto de estallar en ocasiones, en esa sensualidad solo insinuada que se esconde en cada página desde el principio hasta el final de la novela. 
Es realmente notable cómo el maestro del 98 consigue que el lector llegue a entender los deseos, los pensamientos y las contradicciones de los personajes a base de diálogos. Diálogos en pocas páginas que dicen más que muchas  novelas extensas llenas de reflexiones.