17 de mayo de 2016

Salot Yaty, el tercer personaje de la novela.




En esta nueva entrega os presento al tercer personaje de la trama, Salot Yatay. Desgarrador, desgarrado, atormentado, fiel, impasible y tierno, curioso y solitario. Es un personaje que huye, que busca la paz y encuentra violencia. Sin personas como él no existirían ni las novelas ni las películas.



CAPÍTULO IV
Angkor Wat. Camboya. Vientres agradecidos

«Ni uno solo de los principios morales
que custodian el corazón de los hombres
me era accesible.»
El extranjero, ALBERT CAMUS

«Hoy ha muerto mamá, o quizá fue ayer. No lo sé.»
El extranjero, ALBERT CAMUS

«Algunos individuos actúan dentro del sistema,
de sus reglas, sin reflexionar sobre sus actos.
No se preocupan por sus consecuencias,
sino por el cumplimiento de las órdenes.»
Eichmann en Jerusalén, HANNAH ARENDT


Saloth Yatay, sentado en el extremo del largo y ancho puente que llega hasta la entrada principal de Angkor Wat, observaba el relieve de las cúpulas del templo sobre el cielo gris de aquella mañana. Durante años había deseado conocer esta magnífica ciudad de piedra construida por sus antepasados en pleno apogeo de un imperio que admiraba, como casi todos los camboyanos y por fin, ahora, la tenía delante.
Él, que siempre había vivido en una aldea rodeada por la selva donde el campo de visión era limitado, asistía atónito al impresionante espectáculo que suponía asomarse al enorme claro que se abría en la llanura arbolada, presentando ante sus ojos, como en una pantalla, la inabarcable visión de la que en su día fue capital camboyana, el enorme foso que protegía la antigua ciudad de piedra y la selva que lo envolvía todo.
Había decidido conocer la cuna de su civilización antes de abandonar el pequeño núcleo comunista de Kang Nang donde vivía. De eso hacía meses, muchos, y ahora que se hallaba ante aquel majestuoso escenario, su orgullo de camboyano le recordó que sólo estaba allí de paso, que tenía una misión que cumplir, un trabajo que hacer y que no podía arriesgarse a que le descubrieran, aunque la orden que había recibido y prometido cumplir probablemente careciera ya de sentido.
«Al menos mi deseo de conocer Angkor Wat se está realizando», pensó y comenzó a caminar por el puente de acceso al templo.
Había decidido detenerse allí un par de días, después, cuando hubiera terminado el encargo de su superior, volvería; deseaba conocer bien la ciudad de sus antepasados, pasar más tiempo recorriéndola, pero sobre todo quería estar allí solo, de noche, sin aglomeraciones, cuando pudiera admirarla con tranquilidad y entonces ya no le importaría que le descubrieran.
Aquella mañana se notaba incómodo. A pesar de ser temprano, cientos de personas deambulaban de aquí para allá, y él, que no estaba acostumbrado a las multitudes, al verse rodeado por tanta gente, se sintió un poco aturdido por aquella masa sin orden que abarrotaba las cercanías del templo. Le pareció encontrarse ante un desconcertante enjambre de atolondrados zánganos que confluyera, caóticamente, hacia las ruinas.
Sólo recordaba un ajetreo parecido cuando huyó de su pueblo ante el imparable avance de los blindados del ejército de Camboya, que arrasaban la selva trazando senderos en los campos minados para despejar el camino de las tropas. Aquel día había visto como centenares de soldados caminaban tras los tanques en fila, de forma más o menos ordenada dentro del caos que supuso el asalto para conquistar su objetivo: un campamento de los Jemeres Rojos defendido por los pocos guerrilleros que aún no habían muerto o desertado. La mañana de la invasión él no llegó a participar en el combate; le habían ordenado huir para cumplir su misión, así que ni vio, ni se enteró de lo ocurrido durante la batalla, pero sabía a ciencia cierta, y ya desde hacía tiempo, que aquella batalla y la guerra estaban perdidas de antemano.
Tras la huida de Kang Nang, Saloth Yatay se mantuvo oculto en las regiones selváticas de Sangkha y Anlong Veng, en el norte fronterizo entre Tailandia y Camboya, hasta sentirse seguro. Después, de forma casi mecánica, como si algo en su interior le empujara hacia su destino, se había dirigido hacia el oeste viajando siempre cerca de la frontera con Tailandia, sin alejarse de la selva si podía y evitando entrar en pueblos grandes. En todo este tiempo sólo había visto asiáticos: unos camboyanos, otros de origen chino o tailandés, pero nunca blancos y él, que por primera vez se encontraba con turistas, sintió cierto desprecio, casi odio ante aquella aglomeración irreverente.

Saloth caminó hacia el templo sin destacar demasiado entre los visitantes. Cubría su cabeza con un sombrero camboyano de paja bajo el que asomaba su pelo negro y liso. Sus ojos oscuros y pequeños tenían una mirada muy profunda y penetrante cuando se fijaba en algo, pero no proporcionaban viveza a un rostro en el que las primeras arrugas indicaban que estaba cerca de la cuarentena. Era bajo y muy delgado, por el hambre, pero también por el trabajo duro y por la genética asiática. Sin embargo, a pesar de su delgadez, no era un hombre endeble. Al contrario, su aspecto era menudo pero fibroso, y si hubiera que asociarle un color a su carácter, no había duda: su color era el gris, como sus ropas, como la piedra granítica de los templos camboyanos.
El paseo por Angkor Wat le hizo pensar en el imperio que había sido su país. El Imperio jemer. Si la revolución hubiera triunfado, ahora serían un país poderoso y los bajorrelieves representando Apsarás1 cinceladas en la roca no le recordarían el esplendor pasado. Las imágenes de bailarinas con caras dulces, frentes despejadas y pechos jóvenes, redondeados, turgentes que destacaban en sus torsos desnudos solo le recordarían a Winka, su antigua amante. No se lamentaba por haber sido derrotado; hablaba consigo mismo con cierta arrogancia pero sin emoción, mientras contemplaba los bajorrelieves que mostraban numerosas escenas de guerra, con soldados camboyanos fuertes y poderosos. Columnas de combatientes armados con lanzas marchaban hacia la batalla con sonrisas casi sádicas. Arqueros subidos en elefantes enjaezados para la lucha. Carros tirados por caballos. Ejércitos triunfantes, murales de guerra que le hablaban del poder de un imperio. Hombres peleando, atacando con sus lanzas, blandiendo sus cuchillos, defendiéndose con sus escudos, con las piernas muy abiertas, estables, anclados a la piedra de la que formaban parte. Guerreros luchando cuerpo a cuerpo, agarrándose, gritando. Matando. Muriendo. Venciendo.
La piedra tallada escenificaba el poder de la etnia jemer, su etnia, que aplastaba literalmente a sus enemigos muertos. Muertos que tupían en ocasiones el suelo sobre el que marchaban las tropas escoltando al emperador. Enemigos masacrados, utilizados como alfombra.
Continuó paseando, recorriendo el templo despacio. Se sentía satisfecho de ser un descendiente de aquel pueblo. Los jemeres eran así, se dijo, también sus maestros lo pensaban a pesar de que en la educación maoísta cualquier imperio era asociado a la explotación y por lo tanto despreciable. Incluso para ellos, los guerreros del antiguo imperio eran un ejemplo a seguir y los consejeros de la revolución, el Angkar, les habían enseñado que era necesario luchar, matar, dominar primero para ser un pueblo libre y poder transformar Camboya después.
Volvió a sentir el orgullo de pertenecer a una raza de conquistadores, de soldados. Un orgullo que no tardó en verse vencido de nuevo por el escepticismo y la apatía. Suspiró; tanta lucha no había servido de nada. Habían perdido la guerra, una guerra que duró veinticinco años, y Camboya era otra vez un país lleno de pobres, subdesarrollado, oprimido por el imperialismo occidental y sin esperanza. Se preguntó si la causa de la guerra y de la derrota de los Jemeres Rojos no habría sido la propia doctrina de dominación violenta del país que Pol Pot1 llevó a cabo durante años. Quizá, se contestó, indolente.
Se dio cuenta de que nunca le había importado todo aquello: ni que le pusieran de nombre Saloth en honor de Pol Pot, ni la revolución, ni el temido Angkar, ni los muertos ni muchas otras cosas, aunque tampoco le había incomodado.

Cuando llegó la hora de cerrar el templo a los visitantes, Saloth Yatay ya había salido. Se adentró en la espesura de las selvas que circundaban el yacimiento arqueológico y no tardó en encontrar su pequeño campamento, lejos de las miradas de curiosos y autoridades. Encendió una pequeña hoguera y se preparó su cuenco de arroz.
Los ruidos de la selva, el grillar de las cigarras y el rumor del viento entre los árboles tan habituales para él le daban una impresión de seguridad que agradecía. La civilización, las ciudades, los pueblos con sus ruidos y las multitudes no eran de su agrado. Habría preferido internarse en la selva y perderse para siempre, pero por alguna razón de forma instintiva, casi maquinal, continuaba viajando hacia Véal Renh, en Sihanoukville, para cumplir lo prometido. No tenía otra cosa que hacer. No tenía prisa por llegar. Trabajaría de vez en cuando en los arrozales o en lo que fuera para poder subsistir hasta llegar a su destino.
No había nada que le impidiera abandonar su promesa. La verdad era que no sabía por qué seguía adelante y, ahora que la guerra había terminado, podría desaparecer, perderse...
«Qué más me da», pensó. Detuvo su mente. Un torbellino parecía querer engullir su lógica; no le gustó y decidió cortar por lo sano.
Levantó la cabeza y apartó la vista de las llamas de la hoguera. La selva, su selva, le rodeaba y se sentía protegido por ella. Estaba solo, como siempre. La calma volvió de nuevo a su mente, la oscuridad y la vegetación le hacían sentirse mejor y pensó que quizás el tumulto, el gentío de las ruinas de Angkor Wat le habían alterado. Después una idea se abrió paso con claridad, como al amparo de la seguridad que le ofrecía de nuevo la lentitud de su apatía.
«Era un campesino y un militar. Los campesinos no pensaban: cuando llovía, sembraban y cuando hacía sol, recogían sus cultivos. Y como militar, uno no reflexionaba, se limitaba a cumplir órdenes. Aquélla había sido su vida desde que tenía recuerdos. Así que… Sí, cumpliría las órdenes que le habían dado.»

4 de mayo de 2016

Os presento alsegundo personaje importante de la novela: Channa.

CAPÍTULO II
Channa

«Alabanza y culpa, ganancia y pérdida,
placer y penas vienen y van igual que el viento.
Para ser feliz permanece como un árbol gigante
en medio de todo esto.»
SIDDHARTHA GAUTAMA (BUDA)

«Si pudiéramos ver el milagro
de una sola flor,
nuestra vida entera cambiaría.»
SIDDHARTHA GAUTAMA (BUDA)



Channa Moc se deslizó descalza por la escalera de mano que permitía salvar los casi dos metros de altura que había entre el piso de su palafito y el suelo.
Se había levantado más temprano que otros días y aún faltaba más de media hora para el amanecer. Normalmente, cuando los primeros rayos de sol despertaban al resto de la familia, ella ya tenía listo el fuego y había comenzado a preparar el desayuno, pero hoy, para poder ir al mercado, había necesitado madrugar un poco más de lo normal.
Su marido Son Moc, unos años mayor que ella, se despertó también. No era perezoso, ningún camboyano que se precie lo es, pero como no tenían luz eléctrica no valía la pena levantarse hasta que se pudiera ver y comenzar el día, así que se quedó descansando un rato más. El pequeño Hun, su hijo, dormía desnudo a su lado, encima de una manta.
Channa encendió el fuego. La incipiente luz anaranjada dibujó un círculo luminoso alrededor de la hoguera y perfiló, en el suelo de tierra apisonada, los tres pequeños y desgastados bloques de hormigón que constituían su cocina y la leña preparada para alimentar las llamas. Escogió primero unos trozos secos de caña de bambú y los echó al fuego. La luz no tardó en aumentar y pudo recoger de su cuerda la ropa que la tarde anterior había remendado y lavado: una camiseta gris de Hun y un pantaloncito de deporte casi blanco que el niño llevaría a la ciudad.
A Channa le brotó una sonrisa muy alegre al acordarse de la cara que puso su hijo cuando le dijeron que, por primera vez, bajaría a Sihanoukville.
El chico, con seis años, sólo conocía los alrededores de su casa, el camino que llevaba a la carretera y Véal Renh, el pueblo de al lado. Así que la sorpresa que le causó la explicación de sus padres sobre cómo era la capital hizo que se le iluminaran los ojos y que abriera la boca en un gesto de asombro que ahora su madre rememoraba.
Comenzaba a clarear y Channa se sentó a meditar un momento, tal y como hacía desde que recordaba. Había descansado bien. Cerró los ojos y notó sus músculos ágiles y fuertes, relajados. Percibió la frescura de la piel de su cara y el aire limpio que respiraba. Después dejó la mente en blanco y se concentró en no desear nada. Era su particular saludo a la vida de cada día, un momento de meditación y de relajación, de recordar los preceptos de su religión, que le producía un estado de bienestar que disfrutaba con calma.
Cuando terminó su ritual con una pequeña plegaria, Son Moc ya estaba también calentándose junto al fuego.
Todo el entorno despertaba y con el aumento de la luz y de la actividad iban apareciendo poco a poco los ruidos del campo, de la carretera cercana, los sonidos de cacerolas en las viviendas vecinas, el crepitar del fuego, el canto de las aves y el cloqueo de las gallinas que buscaban algo que comer por los alrededores. Una sinfonía con la que, cada mañana, les obsequiaba la naturaleza. No hablaron; ambos eran parcos en palabras, silenciosos, y tras muchos años conviviendo juntos se entendían bien sin decirse nada.
Los bostezos de Son Moc indicaban que había descansado bien.
Ahora fue él quien se sentó directamente sobre la tierra apisonada del suelo en un rincón apenas iluminado por el fuego para hacer también su ritual de meditación diaria. Al igual que Channa, se relajó, cerró los ojos y se concentró primero en las sensaciones de su cuerpo. No sintió nada especial, lo mismo de siempre; calma, tranquilidad, equilibrio… Después agradeció a Buda la suerte del día anterior; no era frecuente pescar tres tortugas en su charca. Le pareció un buen presagio y, además, su venta les permitiría comprar carne, algo de ropa y con suerte ahorrar para una red nueva.
Cuando volvió a abrir los ojos, la claridad se reflejaba ya en la superficie del agua del pequeño lago. La charca, de forma casi circular, tendría unos veinte metros de diámetro y estaba separada de los arrozales del fondo por una frondosa arboleda. Tanto Son Moc como sus vecinos se consideraban afortunados al tener la laguna a unos metros de su choza porque, sobre todo ahora que había empezado el monzón de verano, estaba bastante llena de agua y la pesca era abundante. Más adelante, cuando la falta de precipitaciones se apoderara de la región, terminaría casi seca y ellos se quedarían sin pescado.
Los peces eran importantes para ellos por dos motivos; porque junto al arroz, las verduras y algunos huevos constituían la dieta básica de su familia y de casi todos los camboyanos, y porque los peces se alimentaban con las larvas de los mosquitos del agua, cortando así la cadena de transmisión de la malaria. Gracias a eso, ni su familia, ni sus vecinos habían padecido la peligrosa enfermedad.
A estas horas de la mañana, el agua de color marrón reflejaba la luz y los bordes fangosos contrastaban con el reflejo dorado de la superficie. Éste era el momento del día que más le gustaba a Son Moc. No hacía aún calor y los sonidos y los colores del amanecer le daban fuerzas.
Alguna vez pensaba en lo que se sentiría al vivir en una casa donde no se pudiera ver el amanecer. Channa y él habían hablado de esto. Sabían de las comodidades y ventajas de tener una, como algunos de sus vecinos, pero se conformaban con su pequeña choza. Estaban delgados, pero no pasaban hambre porque su trabajo en el arrozal les proporcionaba suficiente grano para todo el año y algo de dinero para sus necesidades más básicas. La charca les daba peces y con el cultivo de algunas verduras completaban su alimentación. Tenían un caño para bombear agua fresca y limpia, un techo de palma bajo el que resguardarse y un suelo de madera sobre el que dormir. Eran jóvenes y ahora iban a tener su segundo hijo.
El pequeño Hun, su primogénito, bajó desnudo los travesaños de la escalera con agilidad. Los tres desayunaron arroz, como siempre. Después Channa subió a la cabaña y ordenó un poco sus cosas mientras el chico se dedicaba a corretear con los hijos de sus vecinos. Ella dobló y apiló las dos mantas sobre las que dormían, colocó en una esquina la ropa seca y metió en un saco el arroz que había estado limpiando el día anterior. Echó un vistazo a su alrededor. Todo estaba bien: los dos sacos de arroz que les quedaban junto a la pared de palma, a su lado las mantas y al lado de éstas el montoncito de ropa limpia.
Su cabaña tenía el piso hecho de tablones de madera y estaba elevada unos dos metros sobre el terreno gracias a un armazón de postes que, a modo de palafito, la levantaban del suelo. Mediría unos cuatro o cinco metros de largo por unos dos o tres de ancho. El techo y tres de sus paredes eran de palma y la otra pared estaba abierta completamente a la charca, como si fuera una terraza, con una barandilla de caña de bambú por seguridad. No había muebles. Cuatro gallinas con su polluelos dormían debajo y todo el día andaban a su alrededor buscando comida.
«Sí, todo está correcto», pensó.
Hun estaba al borde de la laguna cuando Son Moc, descalzo como casi siempre, vestido sólo con unos calzoncillos tan amarronados como el agua, entró en la charca, sumergió su mano y acertó a la primera con la pequeña nasa de mimbre que contenía las tortugas, a pesar de que el agua estaba tan turbia que no podía verse los pies.
Su pequeña laguna no tenía tortugas; sólo de vez en cuando capturaban alguna, bien porque subieran desde el río cercano o, más a menudo, porque bajaran de las charcas de la selva que cubría la colina cercana. Fuera como fuese, le pareció una buena señal. Quizá Buda les agradecía sus plegarias.
Salió del agua. El pequeño Hun le esperaba de pie en el borde, desnudo y también descalzo. Se metía el dedo en el ombligo con una mano mientras con la otra se acariciaba la barriguita, esperando, con los ojos muy abiertos y cara de expectación, a que su padre le enseñara sus capturas.
Son Moc dejó la nasa con los reptiles al borde del agua después de enseñárselos a su hijo y se fue a buscar la red que tenía colgada bajo la cabaña. Antes de llegar a su chabola, Hun ya estaba rodeado de otros niños y niñas vecinos que hurgaban en la nasa hostigando a los galápagos. La alegría se tornó en excitación cuando uno de los animales consiguió escaparse. El más avispado de los chicos lo atrapó de inmediato devolviéndolo a su sitio sin que Son Moc se enterara. A las risas de complicidad y picardía les siguieron las carreras del mayor de los niños, de unos ocho o nueve años, tras el pequeño que había dejado salir la tortuga. Detrás echaron a correr los demás, otros cuatro o cinco críos, riendo y gritando, poniendo en apuros a las gallinas y sus polluelos, que esquivaban como podían aquella turba de andrajosos chiquillos.
Channa, que lavaba los cacharros del desayuno, les echó un vistazo y alcanzó a ver cómo una de las niñas intentaba zafarse de su hijo, que la agarraba por la camiseta con la que estaba vestida y que apenas alcanzaba para cubrirle el culito desnudo. La prenda tenía tantos agujeros que Channa pensó que se rompería. Pero la cría se retorció y, en un alarde de agilidad, consiguió zafarse del agarrón del chico a costa de quedarse desnuda, dejando a Hun parado con la camiseta entre los dedos. Todos se rieron mientras el chaval iniciaba de nuevo la persecución agitando el recién conseguido trofeo por encima de su cabeza. Los dos críos, desnudos, acabaron en las oscuras aguas de la charca salpicándose el uno al otro hasta que Son Moc, que volvía con la red, les hizo salir. La niña aún tenía seca la gruesa y desigual mata de pelo negro, recio por los escasos lavados, pero Hun estaba completamente mojado. Salieron esquivando las cacas resecas de los perros y desaparecieron entre las cabañas vecinas junto con el resto de la vocinglera tropa.
Son Moc, que continuaba vestido sólo con sus calzoncillos tan sucios como la propia charca, se metió en el agua hasta que ésta le llegó por encima de la rodilla y, sujetando con el codo doblado el grueso de la red y con la boca el extremo de la cuerda a la que estaba unida, lanzó con la otra mano el artilugio, que se abrió en el aire y cayó completamente extendido dibujando un círculo sobre el agua. Dejó que se hundiera unos instantes y jaló después el extremo del cabo, cerrando la trampa. Cuando depositó la red al borde de la laguna ésta contenía media docena de pequeños peces que relampagueaban sobre el fango marrón. Media hora después, antes de que Channa estuviera preparada, su pesca ya llenaba medio cubo y estaba lista para que su mujer la vendiera junto con las tortugas. Se sentía satisfecho; pronto podría comprarse una red nueva. Colgó la vieja de un clavo y se sentó un momento bajo su palafito. Vio que su hijo corría con los otros niños cerca de la carretera por la que circulaban, en aparente desorden, motos, bicicletas, gente y algún que otro coche, dando una impresión de actividad incesante. Channa, por su parte, terminaba de preparar el hatillo con los peces, las tortugas y algunas cosas más.
No era muy guapa, «pero ni mucho menos fea», pensó, y eso sí, muy alegre. Su cara, entre pícara y divertida, tenía casi siempre dibujada una sonrisa sosegada y su mirada transmitía paz y tranquilidad. Llevaba el pelo castaño liso recogido en una coleta para que no le molestara al trabajar, aunque a él le gustaba más cuando se lo dejaba suelto. La observó procurando que no se diera cuenta. Vestía una camiseta de manga corta, un tanto apretada en torno a su incipiente tripita, y utilizaba un ajado sari como falda. Su ropa, gastada y descolorida, tenía también el mismo color marrón que la charca. Todo en su casa parecía haber adoptado aquel color achocolatado, incluso su piel y la de su esposa. Era como si al vivir a sus orillas, el color del agua, con los años, lo hubiera impregnado todo: sus ropas, la chabola, el suelo y también a ellos. Quizá por eso Hun, a sus escasos seis años, aún tuviera la piel clara, pensó. La charca aún no le había teñido.
Channa se detuvo un instante.
–Se está moviendo –le dijo al tiempo que se palpaba la tripa de varios meses.
Son se acercó, metió la mano debajo de la camiseta y acarició la piel tersa y joven de su mujer, aunque sin sentir movimiento alguno.
–Aquí, pon los dedos aquí, tonto –le indicó ella, y cogió la mano de su marido y la apretó contra su vientre.
En el rostro de Son Moc se dibujó una clara sonrisa al notar el pequeño impacto.
–Será otro varón –dijo con orgullo–; pega fuerte.
Ella sonrió satisfecha y contenta. La alegría y el cariño hacían más limpia su mirada.
Son Moc la abrazó, y de la ligera presión y el contacto de ambas pieles surgió una sensación sensual. La apretó un poco más y noto cómo sus pechos se pegaban contra el suyo. Cruzaron una mirada de complicidad, rieron y subieron jugueteando la escalera. Corrieron una cortinilla, se desnudaron e hicieron el amor con naturalidad hasta quedar tendidos sobre la manta, desnudos.
Después ella se vistió con un gastado sarong de corte vietnamita y una camiseta limpia. Se alisó la ropa con la mano, como intentando eliminar las arrugas. No tenían espejo, así que se volvió hacia su derecha y echó las caderas un poquito hacia delante para ver cómo le sentaba el vestido a su trasero, dejando que su media melena le ocultara parte de la cara. A Son Moc no le pasó desapercibido el detalle coqueto de su esposa.
Ella vio el gesto de admiración de su marido y se sintió satisfecha. Los ojos color avellana de Channa, mucho más claros que los habitualmente oscuros de las camboyanas, le daban una profundidad fascinante a su mirada. Las pestañas largas y densas, una expresión limpia e inocente y la redondez del óvalo facial componían, junto a sus labios, un rostro que a Son Moc le costaba a veces dejar de contemplar. Y cuando ella le sorprendía observándola, demostraba su satisfacción con un mohín gracioso frunciendo los labios pequeños y perfectos que tanto le gustaban a él. Le gustaban porque no eran como los labios de otras orientales: eran finos en las comisuras, pero se engrosaban en el centro hasta tener el tamaño justo para resultar casi provocativos. El color era más bien pálido y Channa solía untárselos con un poco de aceite para que quedaran brillantes.
Son Moc se sintió alegre y pensó que en el templo tenían razón. Cuántas veces le habían dicho: «Uno de los preceptos más importantes de nuestra religión es no desear nada. Así, lo que la vida te dé y tú consigas te hará feliz. ¿Qué importa lo que tengas si tu ansia no te permite disfrutarlo? Tampoco necesitas una mujer guapa, lo importante es que tu mujer te quiera y te respete, que sea alegre, que no sea codiciosa».
Él estaba de acuerdo. Recordó otro de los consejos de los monjes: «De vez en cuando repasa tu vida».
Eso hizo en aquel momento. Era pobre. Tenía un hijo y pronto tendría otro. Amaba a su mujer. Ella era joven, divertida y trabajadora. Los dos se querían, se respetaban y disfrutaban el uno con el otro. Su hijo corría libre por los alrededores, no pasaban hambre y estaban sanos. No necesitaban más.

Poco antes de las ocho llegó con su moto Luc, un vecino, para recoger a Channa. Hun se subió enseguida y ella se sentó detrás, dejando al niño entre ambos. Cogió su hatillo y se apretó contra su hijo para sujetarlo bien. Ambos se despidieron de Son Moc, que se quedó mirándoles hasta que desaparecieron rumbo a Sihanoukville tras la primera curva de la carretera. El sol no podía con la calima y eso le estaba dando al día un tono más bien gris.